PRIMERO LAS MAYÚSCULAS

PRIMERO LAS MAYÚSCULAS

Septiembre 1963

Un aire de orvallo esponjaba peregrinos en la cumbre. Entre nubes, avellanos y hogueras rondaban sidra y empanadas a los romeros que festejaban a su Virgen. Herminia con su nieta esperaba turno para besar el manto de la Santina. Habían pasado cincuenta años desde que tuvo que dejar su aldea y marchar a servir en una casa de la capital. Cambió entonces madreñas por zapatos y un dolor nuevo empezó a morderle las entrañas. El alma se le llenó de penas al dejar esa tierra suya que, aunque no daba para vivir sí que daba para llorar. Con los años se acostumbró a esa pena, la llamó morriña y la llevó siempre cosida al habla. Allí en lo alto del monte, en la tierra que tanto seguía tirando de ella, esperando a entrar en la ermita con su niña vestida de domingo, Herminia estaba feliz. Iba a cumplir su promesa a la Virgen que a cambio daría siempre bendita protección a sus nietas.

– ¿Falta mucho abuela? Estoy cansada.

-No mi bien. Ya entramos y verás qué contenta ha de ponerse la Santina de ver que llevas su cinta.

-Y llevamos otra a mamá que la Virgen la quiere mucho. Y otra a mi hermanita, aunque sea pequeñaja y llorona ¿Verdad abuela?

-Claro y así con las cintas tan guapinas la Virgen cuidará de nosotras todas y nada malo habrá de pasarnos. Prometiómelo siendo yo niña cuando mi padre prendióme la cinta mía.

-¿Te lo ha dicho la virgen?

-Ay mi niña, bien sabido es en todo el concejo y en todo el occidente asturiano. Y créolo yo también. Que la Virgen del Acebo es madre buena y bajo su manto alívianse las penas.

Entró Herminia con su niña y las cintas prendidas. En penumbra iluminada esperaba la Virgen de manto amplio y gesto tierno. Olía a cera, respeto y súplicas. Amenes y persignaciones daban paso al siguiente peregrino. Llegó el turno de Herminia que alzó a la niña hasta el manto y su halo benefactor. Se arrodilló y rezó:

«Madre bendita y buena. Haz que todo bien lléguele a las mis nenas. Que tengan siempre abrigo y alimento. Que crezcan sanas. Que sean queridas y trátenlas siempre bien los que en la vida encuentren. Y, madre buena, haz que ellas sí puedan estudiar. Que déjenlas bien aprender a leer y escribir y la cosas sabias de los libros. Que páseles no como a mí que quedéme asín pa siempre analfabeta al mandado de cualquiera por culpa de la mía ignorancia. Amén»

Amén repitió la niña y pasó la siguiente súplica.

Mayo 2018

Salí de Cangas de Narcea temprano. El navegador y yo nos perdimos por carreteras estrechas que subían de valles con viñedos a montes invadidos de eucaliptos. Supe que había llegado al no poder subir más. Como decía mi abuela: «La Virgen está en lo más alto. Arriba de ella sólo hay cielo» Aparqué frente a la ermita y a un merendero cerrado. Mayo brillaba sobre, prados, cuestas y horizonte. En un quiosco una señora con escapulario tejía prendas de lana. Sin dejar la labor, entonó para mí su cantinela de productos sagrados. Vendía medallas, dedales y baratijas con la imagen de la Virgen. Y cintas con plegarias a Nuestra Señora del Acebo. Como la que aun guardo yo con una foto de mi abuela.

El día soleado acentuaba la penumbra interior. Olía a humedad y silencio. Estaba tras la reja que separaba el altar con un niño tieso en brazos sobre un manto desproporcionado. Sonreía con gesto viejo esculpido por generaciones de peregrinos durante siglos. Como mi abuela, su padre, su nieta. Exvotos y ofrendas abarrotaban los laterales con esperanzas disecadas.

Me senté y, como ya no sé rezar, le conté que mi abuela había tenido que abandonar su infancia de cuestas, vacas y barro con lo puesto. Cómo ella y su amiga Maximina, recién cumplidos los diecisiete, marcharon hasta Madrid de carro en carro, con miedo y hambre amenazando en cada etapa. Que en su aldea las chicas no aprendían escribir para no poder cartearse con hombres y buscar su perdición. Que sintió siempre nostalgia de sus vacas y sus prados y vergüenza por ser analfabeta. Que se enamoró de un portugués con posibles y no casó con él por ignorante. «Pena que fuera analfabeto teniendo tan buena planta y queriéndome bien». Que sí casó con mi abuelo porque era hombre leído. Que en la guerra se lo llevaron. Que volvió y quedó siendo pobre para siempre, pero nunca le dio mal trato. Que pasaron hambre para que no lo pasaran sus hijas. Que él murió de pena aunque dijeron que fue de cáncer. Que ella tuvo tiempo para ver crecer a sus nietas y quererlas como a hijas. Que nos prendió tus cintas y cumpliste con ella en lo de protegernos y poder estudiar. Que por eso vengo, para darte gracias en su nombre.

También le dije que Herminia aprendió a leer y empezó a escribir. Ya anciana se atrevió y empezamos a jugar con las letras. Primero las mayúsculas y así leía las estaciones del metro. Luego minúsculas para las revistas que antes sólo tenían fotos. A escribir empezó con miedo, también por las mayúsculas y temblándole la mano. Primero la firma. Practicaba sus siglas «HZ» mordiéndose la lengua, apretando el lápiz y añadiendo una rúbrica veloz. Le conté a su Virgen lo ufana que se puso cuando firmó en lugar de poner la huella en la Caja de Ahorros para cobrar la pensión. Y que lo celebró comprando bocaditos de nata, aunque ya era diabética y la regañaban. En lo más alto le dije a su Santina que Herminia murió cuando ya sabía escribir su nombre completo.

Junto a la Virgen del Acebo, entre exvotos y plegarias, hay una cinta y un papel en que con letra temblorosa y envuelta en rúbrica veloz puede leerse: Herminia Zardaín.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS