Tristeza

Con los años, el brío se había ido consumiendo como una pavesa; pero le quedaba candela para rato

Caminaba, tras sus nietas, camino del parque.

Vestidas y abrigadas, la criada las había plantado ante él y vuelto con el plumero por las habitaciones.

Había abandonado la comodidad del sillón y salido con las chiquillas. Inmersas en una discusión de la que hacer partícipe al abuelo.

Desde enviudó su vida era la de un fantasma. Sobrevivía gracias a sus recuerdos.

-Bajo un árbol como este la besé por primera vez- una lágrima anegaba el enrojecido interior de los parpados. No pasaba un solo momento sin que la recordase.

– ¡Abuelo, mira qué hago! – una de sus nietas, huérfana de atención.

Un movimiento de cabeza y una sonrisa bastaban. La criatura y sus pueriles hazañas.

– Hubiera sido feliz viendo a estas enanas.

Cerrar su casa con todo y fantasmas dentro. Irse a algún pueblo cercano de por vida, que deseaba corta. Allí languidecer, de no ser por su hijo mayor.

La madre había dejado un vacío que había que tapar. El padre, siempre desapegado; de pequeños trabajando y volvía cuando dormían. No habían comprendido. Ni perdonado.

Ahora le necesitaban.

Trabajando, no le prestaban atención. Él nunca podría corregir el error de desatenderles. Hoy lo cometían ellos.

Le faltaba compañía adulta. Nunca había querido mudarse.

No era bueno un hogar con fantasmas.

Vanos los intentos de los hijos para retirar las antiguas fotografías.

Hubiera dado igual: al remover el puchero, la requemada cuchara de madera tenía el tacto suave de sus manos …

– ¿Y ese crucifijo? – Nunca has sido religioso…

– ¡No estorba! Lo puso tu madre, y no molesta.

– Por vosotros viviría como un bicho, en una urna. No hay que temer a los recuerdos, aunque duelan. Un mudo le impedía continuar.

– La casa se queda como la dejó.

– Vente; tus nietas te adoran.

Una sombra de duda.

– ¡Iré más a veros! ¡Lo prometo!

Retrasó cumplir su promesa, pero empezaban a borrársele rasgos y matices de la voz de la difunta. La soledad era insoportable. Cerró su casa y su pasado.

Con una maleta y lo puesto a casa de su hijo.

Ensimismado bajo ese árbol, oyendo un llanto lejano.

– ¡Abuelo, abuelo, Marta se ha caído y tiene sangre!

Gente junto al tobogán. La niña no para de llorar; una de sus manitas parece la pata de un ave.

Un vahído al verla.

– ¡Abuelito, no te mueras como Marta!

– ¡Pobre hombre …! – dice una señora – ¡Qué cara tienen algunos hijos…!¡Igual se muere! –

– ¡A estas edades…! – replica otra.

Un paseante coge a la accidentada, a su hermana y al abuelo y los mete en su coche.

En el hospital el padre hecho un basilisco. Parece haber perdido la razón. El samaritano se va.

– ¿A los columpios sin casco ni espinilleras…? ¡Joder, estás ido ¡.

– Cascos, espinilleras; vosotros no teníais y estáis vivos. Madre os cuidaba… ¡Estos modernismos!

– ¿Qué sabes tú lo que hacía nuestra madre, si nunca estabas …? Por un segundo parece arrepentirse; ya es tarde.

El viejo le propina una bofetada. La nieta arranca a llorar.

-Las cosas en su momento; sino se enquistan y son como veneno … Hice lo mejor que sabía, trabajar mucho para manteneros.

Huye del hospital. Deambula por la ciudad. Llega a casa. Se dirige a su habitación.

La criada le sigue contándole algo:

-La señora ha ido al hospital. Todos están nerviosos. Me ha dado una bronca… La niña está escayolada. Su hijo que le espere, que tienen que hablar…

No parece preocupada, plumero en mano. Pero no canturrea.

Coge la maleta y se va, dejando una nota:

“No nos sigas; ni a mí ni a tu madre”

Un mensaje algo ambiguo. Quizás se ha vuelto loco; su hijo sabrá leer entre líneas.“Tu madre y yo hemos muerto. Entiérranos en tu recuerdo, junto a ese pasado que tanto te ha dolido …”

-Ojalá mi nieta no me guarde rencor.

—¿Sentir soledad, en una casa tan grande? —Habla con su mujer. Hace tiempo no responde. Ha perdido su voz. Su rostro lo perdió; están las fotografías…

Su llegada se hace más llevadera: airear, limpiar el polvo, lavar cortinas y ropas de cama, dormir siestas ante el televisor, comprar comida; la despensa, hasta hoy, reino de arañas…

Vuelve a sentirlo: la Soledad retumba en toda la casa. Ella nunca es acogedora.

Su sombra le asusta. Los ruidos de la vivienda le inquietan.

Pensó que su hijo le ignoraría o pensaría en reconciliarse.

Los meses pasan; da de baja al teléfono:

Está perdiendo la costumbre de comunicarse, entabla monólogos sin una palabra.

Se ha vuelto tan huraño; entrega a los tenderos una nota de lo que precisa, y contesta con monosílabos.

Su hijo vigila; espía aficionado.

— Llama y que vuelva. Pide perdón- dice su esposa- En el hospital aseguran que te pasaste con él…

—¿Tengo que claudicar?,¿él no tiene culpa?

—¡Claro! –

— ¿Quizás por esa infancia de la que le acusas…? Creo que fue un buen padre. Si no estuvo con vosotros fue porque tenía que trabajar tanto …

– ¡Métete en tus asuntos, joder! Eso es cosa nuestra …

-Uno por él otro.

La vigilancia continua tiempo. La solución que sería fácil y lógica.

El viejo sale menos; solo al mercado. No se relaciona. Sus recados y a casa.

Come en el sofá, mira sin ver y escucha sin oír el televisor.

Ya no pertenece a este mundo.

La tristeza le oprime. Descuelga su retrato y lo abraza, llora desconsoladamente.

-Así quiero morirme; abrazándote. Ni siquiera pude darte mejor vida, aunque trabajé como un burro. Tú, sin una sola queja. Me querías tanto como yo a ti.

Tanta tristeza ha ido agostando su corazón; su deseo se va a cumplir:

Abrazando su retrato, en el sillón ante un televisor…

Su hijo mantiene la vigilancia:

– Volveremos a querernos, como cuando yo era niño, …

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