A los inmigrantes españoles que llegaron a México.

LOS OJOS BUENOS

Al calor de la tarde, en su sillón, el abuelo dormitaba a la sombra de su casa. Al punto de quedarse completamente dormido, el abuelo vislumbró, a lo lejos, a un mozalbete caminando rumbo al muelle. Al reconocerlo, el abuelo se estremeció… Y sintió cómo sus puños, nuevamente vigorosos, se apretaban al descansabrazos.

El muchacho aquel cargaba una maleta, y dieciséis años de vida y penurias. Y un imaginario hatillo al hombro, colmado de esperanza y determinación. Al llegar al barco y abordar por la escalera, el jovencito sintió el crujir de la madera y, de manera inevitable, el de su propia voluntad. Y dudó. Pero el mozuelo, imponiéndose a su miedo, se embarcó. Y se apoltronó ahí, donde se pudo, ahí donde sus escasos recursos se lo permitieron.

No quiso mirar la costa que se alejaba. Ni a la patria que, insistente, le tocaba la espalda para que volteara y se despidiera. No lo hizo. Presentía que, de todos modos, jamás volvería a verla. Solo se permitió, con la frente puesta en proa, que el dique que él mismo se había construido desbordara, por aquellos ojos buenos, un sentido torrente de lágrimas. Las últimas que su auto forjada coraza le permitiría, de ahí en adelante, derramar.

Un pensar y pensar, fue la larga travesía… Como seguramente se piensan —y se sufren— los viajes que se saben sin retorno. ¡Qué de momentos habrá vivido! ¡Qué de emociones habrán cruzado por su heroico y estrujado corazón, y por los de todos esos hombres y mujeres que, como él, se aventuraron a dejar su amada tierra! Revuelto su cabello por el aire cálido y salado, el zagal, esperanzado, apretaba vigoroso los puños en torno a la barandilla del barco. Y al hacerlo respiraba profundo, como conjurando fuerza, decisión y suerte.

A lo lejos, una nueva tierra le guiñaba un cielo. Nuevos paisajes, nuevos misterios, nuevos anhelos.

Al atracar por fin la nave y bajar por la escalera, el chaval sintió de nuevo el crujir de la madera y, esta vez, el de su existencia toda. Con su casta sosteniendo sus rodillas temblorosas, aquellos nobles huesos por vez primera se posaron, y para siempre, en la patria de sus descendientes. Y se adentró con sus ojos buenos en esa maravillosa tierra amiga, aquella que le guiñaba un cielo… Tan luminoso, tan promisorio, tan especialmente nuevo. Antes de seguir caminando, el chico se detuvo y volteó a mirar el barco. Y fue ahí que se despidió, ahora sí, de todo su pasado.

————–o————–

El abuelo se despertó ante los gritos de los niños, que jugueteaban despreocupados cerca de él. Desperezándose, reiniciando el vaivén de su sillón, el hombre bostezó profundo y con largura, al tiempo que comenzaba a experimentar una extraña y agradable sensación. Sorprendido, pero complaciente consigo mismo, el duro anciano se permitió un suspiro, e inclusive una sonrisa, animado por ese inusual sentimiento de paz que poco a poco, incontenible, lo fue llenando. Disfrutando a plenitud de aquel súbito bienestar, desde el sillón levantó a uno de sus bisnietos, lo besó con ternura y lo acomodó en su regazo. Luego, con el pequeño entre sus brazos, se quedó con la mirada clavada en la distancia… Y se estremeció de nuevo al recordar lo soñado. Y fue en ese preciso instante cuando, al cobijo del amor de su familia, y lleno de nostalgia y satisfacción por lo construido a lo largo de su vida, el abuelo ya no tuvo más remedio que dejar caer el dique que, muchos años atrás, él mismo se había construido.

«Ya es hora», pareció decirle, comprensivo, el corazón… Y aquel recio español se abandonó a sus sentimientos.

Finalmente, de aquellos ojos buenos, torrentes de lágrimas brotaron.

Alvaro de Teresa

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS