¿Que hago yo aquí ? se preguntó el joven Teniente de Legionarios, con medio cuerpo enterrado en el lodo y todavía aturdido por el estrépito de las detonaciones de los cañones, los morteros y el fuego de fusilería que envenenaba el aire de esa siesta sin pájaros en los bañados de Curupaity.

Los cañones de 8 pulgadas de la fortaleza inalcanzable seguían vomitando sus tarros de metralla sobre la infantería de las columnas de ataque.

Los heridos caían resbalando sobre el fango sin haber podido avistar al enemigo que, parapetado detrás de las filas de abatíes, practicaba «tiro al blanco» con sus viejos fusiles de chispa, diezmando a la oficialidad argentina, expuesta en sus coloridos uniformes de «parada» por ese capricho imperdonable del General Mitre.

Los gritos de dolor a su alrededor y los juramentos y maldiciones en guaraní de los tiradores paraguayos atrincherados tras los abatíes, sucedieron al estruendo de los cañones de los acorazados brasileños que buscaron sin suerte el objetivo, con esa formidable parábola de hierro con la que, aquella mañana de 1866, el Vizconde de Tamandaré había pretendido «descangalhar», desde el río, las baterías invisibles.

El dolor subía en círculos de acero desde la pierna derecha ¿Que estoy haciendo aquí? volvió a preguntarse el joven oficial que, ante la muerte inminente, evocaba recurrentemente al lejano vallecito nativo del Piamonte en el que sus abuelos y bisabuelos habían dibujado con cristal al rojo blanco las maravillas del «Arte Vitri», para las catedrales de la Italia irredenta.

Deslumbrado por la prédica de Mazzini y el carisma arrasador de Garibaldi, el joven legionario había emigrado a América, huyendo de las cruzadas de la Santa Alianza, para caer en las turbulencias del Río de la Plata, junto a otros bersaglieri, hacía diez años ya.

Había participado en las Misiones Agrícolas del Coronel Olivieri, en las proximidades de la incipiente Bahía Blanca y en la fundación de «Nueva Roma», ese enclave vernáculo de aquella utopía épica que propiciaba la resurrección del esplendor del Lacio en tierras de indios redomones y Atilas con nombre de piedra.#bocadillo

Un aguará guazú con la cadera destrozada por la metralla , agonizaba a pocos metros de distancia. El esquivo animalito se arrastraba penosamente, abandonando su refugio entre los pastizales y el follaje de los algarrobos tumbados de la linea de defensa paraguaya. La mirada del hombre se cruzó brevemente con la del «lobizón de los esteros» y los unió, por un instante, el mismo miedo y la búsqueda desesperada de una alternativa salvadora.

De pronto el militar escuchó su nombre, alguien lo llamaba en su idioma y con su acento, alguien que avanzaba desde un ángulo situado a su izquierda , cubierto por los pastos y la prudencia . En unos instantes estuvo a su lado, era Daniel Cerri ,un teniente bersaglieri de la Legión Voluntarios como él, que acompañado de dos soldados de la columna del 1er cuerpo, venía a rescatarlo.

El General Paunero, con su blanca barba cubierta por la sangre de un corte en la oreja, se resistía a retroceder abandonando a los heridos de su columna. Cerri había visto caer al amigo y compañero de aventuras transoceánicas y así , sobre el filo de la media tarde, un hecho imprevisto salvó al hombre…el aguará guazú no tuvo la misma suerte.

Casi diez mil soldados y oficiales quedaron esa tarde de primavera en el lodazal y los esteros; casi diez mil hombres costaron los errores y la soberbia del General Mitre.

José Guerrino Greni escapó así, milagrosamente, del tiro de gracia o el degüello que acabó con la vida del resto de los heridos esparcidos en el campo de batalla.

Transcurridos dos años de convalecencia y con la pierna todavía inmovilizada, regresó a la Provincia de Buenos Aires, para disputarle a la confederación araucana la inmensidad de la llanura .

Sobrevivió a incontables entreveros con los malones y, siempre a caballo y empuñando su temible «Spencer», estuvo en San Carlos en 1872, cuando las 3000 lanzas de Calfucurá no alcanzaron para frenar a la caballería de línea.

José Guerrino Greni, bersaglieri, mazziniano, garibaldino, soldado de la libertad y la república en Europa, pero condecorado en América por un Emperador esclavista y por dos Gobiernos títeres, oligárquicos y racistas…

José Guerrino Greni, mi bisabuelo, que tuvo una llama votiva siempre encendida en la capilla familiar, a quien nos enseñaron a respetar y admirar desde la infancia, no ha dejado de dolerme en el costado, a lo largo de mis años de ávido pasajero de la historia americana.

Porque el arriesgado «camisa roja» no entendió, o no supo ver, el drama de pueblos heroicos que defendían su tierra y su manera de organizar la vida , masacrados por el largo brazo del Imperio Británico, por la avidez de los Braganza del nuevo mundo y su nobleza de utilería, o por la simple codicia de la incipiente «oligarquía ganadera» de la pampa húmeda argentina.

Su hija, María Josefina Greni de Castro Olivera, mi abuela paterna, utilizó las técnicas del crochet bien aprendido para tejer los vínculos, fortalecer los cimientos y vigilar su pirámide de hijos, nietos y bisnietos. Y peregrinó, incansable, por los andamios de esa estructura, lustrando devotamente el bronce del monumento al legionario garibaldino, que brillaba en su imaginario.

Siendo niños, cuando la visitábamos en su casa, debíamos rendir los honores de rigor a los huesecillos de la tibia y el peroné dados de baja en Curupaity, pero convenientemente alineados, junto a las esquirlas agresoras, en una pequeña urna de cristal.

El escenario era un altarcito abarrotado de vírgenes y santos de terracota y de retratos de tíos y primos no tan santos, condimentado con rosarios y escapularios de orígenes ignotos .

Aquella ceremonia, nominada por mi hermana como «la adoración del caracú», debe haber alimentado nuestra curiosidad adulta sobre el soldado y sus avatares y seguramente está en los orígenes de esta incursión histórico-literaria con la que pretendo, quizá, ordenar capítulos del pasado familiar.

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Oscar M.Castro Olivera

Jujuy octubre 2018

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