UNA VIDA CUALQUIERA

UNA VIDA CUALQUIERA

mada

06/10/2018

Me llamo María Dolores Celestina. Me llaman Loli.

Nací el dos de agosto de 1935, en un pequeño pueblo del norte, al lado del mar. Mi familia era pobre, como todo el país por aquel entonces, pero logramos sobrevivir, a la guerra, al hambre,… A todo lo que vino después. Yo era la mayor de cinco hermanos y me tocó criarlos a todos desde que nacieron. Siendo muy pequeña, los rojos se llevaron a mi padre, a pesar de su inclinación por la derecha. Gracias a Dios, nos lo devolvieron sano y salvo cuando terminó la guerra. Creo que cambiado, eso sí. Decían que ya no era el mismo. Su amplia sonrisa y las ganas de vivir se quedaron en el frente. Tenía apenas seis años pero recuerdo a mi madre llorar. Y seguir como si nada. Y volver a llorar. También recuerdo la cartilla de racionamiento. No alcanzaba para nada, pero ayudaba a alimentar las siete bocas que se abrían cada día. Mi padre era marinero. Mi madre vendía el pescado por las casas, cocinaba para los ricos del pueblo y cuidaba la tierra y los pocos animales que teníamos. Con todo ello, logramos vivir mejor que la mayoría. Guardo todavía la imagen de algunas mujeres pidiéndonos algo, cualquier cosa de la huerta, para echarle al puchero y hacer una comida caliente, porque a menudo no tenían nada.

Crecí ayudando en casa y estudiando en la escuela cuando podía ir. Y soñando. Soñando con una vida mejor. Al principio vivíamos en La Torre, una vivienda antigua que no era nuestra, en la parte más alta del pueblo. Cuando a mi padre le dio el ictus y se quedó paralizado de medio cuerpo, compramos un pequeño piso y bajamos al centro. Bueno, yo no. Había conocido en el baile, a José, El Muchachón. Nos casamos a los dos años, construimos una casa cerca de la de mis padres y comenzamos sesenta años de vida juntos. Pronto vinieron los niños. Tres. ¡Fueron buenos tiempos! Duros y muy felices. Trabajando muchísimo. Ahorrando lo que podíamos. Con gran esfuerzo, montamos una granja para criar cerdos. Allí quedó parte de nuestra juventud, pero ayudó a tapar agujeros. Con eso, y el trabajo de José en la fábrica, fuimos tirando. Primero sacamos adelante a los hijos. Años más tarde, ayudamos a los que fueron llegando. Satisfechos y orgullosos de lo conseguido, de lo nuestro: esta familia. Creció con los primeros nietos y crece ahora con los bisnietos. ¡Cuatro preciosos niños ya!

Hoy cumplo 83 veranos en el mismo pueblo del norte, al lado del mismo mar. Como regalo, una fiesta sorpresa y una deliciosa tarta. Rodeada de todos. Grandes y pequeños, propios y pegados, como diría José. En la foto, solo falta él. Estoy segura que nos estará mirando, desde dondequiera que esté. Y disfrutando. Y diciendo:

-Loli, saca unas cervezas para esta gente, o un vasuco de vino, o algo…

Soy feliz, muy feliz. Esta visita inesperada, ese libro de regalo, los abrazos de mis pequeños tesoros recién llegados … A mi edad, no se puede pedir más. Tengo una salud de hierro aunque, hace unos meses, di un susto enorme a todos por culpa de una caída y de unas pastillas que, por poco, me vuelven loca. Menos mal que todo pasa. Ahora, tengo una mujer que me hace compañía, por si acaso. Y porque mis hijos se han empeñado, claro. Me gusta llamarla pastora y, como soy vieja y puedo hacer lo que quiero… pues eso, pastora.

Voy a guardar el recuerdo de este día para cuando me vaya. Los malos momentos, esos, los entierro en la huerta, para que al menos sirvan de abono y den buenos frutos.

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