Los hermanos son…

Los hermanos son…

Javier Vidal

06/10/2018

Permítanme que me presente. Me llamo Eduard Mordrake y nací en una casa victoriana del norte de Londres en el año 1837. Mis padres, Sarah y Daniel Mordrake, murieron en un aparatoso accidente de tren a los pocos días de que yo llegara al mundo, por lo que antes de aprender ni siquiera a llorar para comer heredé una formidable fortuna familiar que de nada sirvió para aliviar la terrible carga que tuve que soportar hasta el día de mi muerte, acontecida en forma de suicido en 1861. Contaba con solo veintitrés años.

Lo tenía todo: belleza, inteligencia, un excelente dominio del solfeo, el violín y el piano, era distinguido y particularmente hábil con las palabras y sin embargo, como pueden apreciar en la única foto de mi familia que se conserva en el actual museo de los horrores de Nueva Orleans, padecía un síndrome congénito denominado diprosopia o duplicación craneofacial.

Por culpa de la alteración de una simple proteína —así fue recogido en «Anomalías y Curiosidades Médicas», todo un bestseller del año 1896 —tenía otro rostro en la parte posterior de mi cabeza, un reverso tenebroso, una cara oculta a los demás, mi cruz y por tanto mi única familia: mi hermano George.

La relación que tuve con él siempre fue… tortuosa. George carecía de cuerpo propio y no trabajaba. Sin embargo, cuando la ciudad dormía y los candiles iluminaban las solitarias calles —esa hora entre perro y lobo en la que yo aprovechaba para dejar brotar mi tristeza y llorar desconsoladamente por mi rara condición —él sonreía, e incluso soltaba alguna carcajada que se apoderaba de todos los rincones de la casa. Era insoportable. Yo le pedía por favor que se apiadara de mi, que entendiera que su cuerpo me pertenecía a mí y solo a mí, y que no había solicitado su extirpación de mi cabeza por una simple cuestión de amor porque, ¿no es eso lo que se supone que deben hacer los hermanos? ¿Amarse hasta que la muerte los separe? ¿O es que acaso solo debemos aplicar ese precepto a los recién casados?

A pesar de poder permitírmelo —tenía dinero para enterrar a varias generaciones futuras —no encontré el valor para librarme de él. De hecho, cuando alcanzamos la mayoría de edad, nuestra relación, que ya era difícil de por sí a la hora de masturbarnos e ir al baño, comenzó a enturbiarse. Yo gozaba de mucho éxito entre las mujeres y era muy solicitado en los círculos aristocráticos de aquel sucio y gris Londres. Me vestía con trajes a medida, me cubría la cabeza con un vendaje que después ocultaba con un sombrero de copa, y salía a cenar con las hijas más bellas de los aristócratas más influyentes de Inglaterra. El problema surgía en los prolegómenos del acto sexual. Ahí George sacaba a pasear su personalidad maligna y me gritaba las más diversas obscenidades:

—»Qué, ¿ahora le vas a pedir que te la coma? Cerdo repugnante.»

—»Uhm, ¿a esta de dónde la has sacado? Tiene la sonrisa más bonita de todo el hipódromo…»

—»Preciosa piel… perfecta para hacerse un cinturón»

Yo le suplicaba que se callara, que respetara mi intimidad, y cuanto más lo hacía más cruel se mostraba conmigo y con ellas. Por supuesto, todas las damas huían despavoridas de mi lecho al comprobar que en la habitación había tres personas pero solo dos cuerpos.

A los veinte años tuve un percance que selló nuestro destino: perdí el equilibrio a la salida de un club y caí de espaldas contra las escaleras de la entrada, provocándole a a mi eterno acompañante diversas heridas de consideración y la rotura de dos incisivos además de una enorme pérdida de confianza en sí mismo que a la larga se tradujeron en insomnio, mal humor y una ansiedad extrema. Si yo quería comer un buen filete con patatas, él pedía lenguado a la plancha; si en cambio me apetecía un poco de pastel de manzana de postre, él pedía un par de langostas con salsa de pimienta… y así era imposible la vida en común.

Fue entonces cuando decidí encerrarme en casa y permitir visitas ocasionales de los médicos, Manvers y Treadwell, que nos recomendaron reposo absoluto además de administrarnos bajo cuerda grandes dosis de morfina que mantenían a George a raya y a mi me producían el efecto contrario; la situación era insostenible.

Lo recuerdo como si fuera ayer. Era noche cerrada y llovía. Me levanté de la cama de un salto y fui al salón. Colgada sobre la mesa de snooker había una enorme lámpara de araña que iluminaba toda la estancia dotando a la colección de libros y a los sillones de cachemira de una aureola casi celestial, una suerte de cielo en la tierra. Retiré las bolas de billar del tapete, comparé su tamaño con el de mis genitales, y guardé una en mi mano mientras me encaramaba a esa superficie verde a duras penas, arrastrado por la fuerza del que no puede vivir más con un hermano en su cogote, un mal bicho, el novio de la muerte, un hijo de puta y al mismo tiempo sangre de mi sangre.

Introduje la bola blanca en la boca de un George que, a pesar de los efectos de la droga, intentaba zafarse sacudiendo mi nuca como un perro rabioso, até el cinturón alrededor de la lámpara y me colgué, adormeciéndome por un ruido de arpa bajo el agua fruto de los finos cristales agitándose por el peso de mi cuerpo.

Me fui muriendo poco a poco y espeté:

—Los hijos son un tormento para los padres, los hermanos son…

Y nuestro corazón se paró.

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