Tras examinarse en el espejo de su cuarto resulta obvio que el traje claro se ajusta más a sus quince años. Guarda la entrada en el bolsillo y camina hacia el auditorio.

Sobre sus pasos se agolpan pensamientos, recuerdos mezclados. A ratos, su madre, su única familia desde niño, siempre merodeando a sus pies, único refugio y hogar.

A ratos, la sombra de su padre, un hueco, una duda que le asalta de manera obstinada, como una mosca que se posa cien veces en la nariz, en la oreja o en el brazo. Esta búsqueda incansable que le lleva hasta el diario de su madre, al fisgoneo rastrero de hurgar en la intimidad más secreta y guardada en un cajón, siempre cuidando el detalle de no dejar rastro, es tan meticulosa que detectaría hasta un pelo caído al suelo que antes no estaba. Se ruboriza por la mezquindad, pero es más fuerte la necesidad de reconocerse en alguien. El vacío que le urge desde niño. La urgencia de saber.

Ella está ya un poco solterona, una edad demasiado asentada. Una dulzura gastada. Todavía puede procurarse la compañía de algo más que un gato viejo y mimoso. Pero está acomodada a esta familia fácil de llevar. Madre, hijo y gato tropiezan por el pasillo bostezando una rutina apacible.

Le vienen a la mente las letras del cuaderno, esa sensación de descubrir una madre joven y desconocida, fue una especie de revelación, un camino a seguir, pistas e indicios que encendían la luz.

«Bajo los focos del escenario, mientras los aplausos ensordecían la sala, se fijó en mí. Durante un rato nos reconocimos el uno en el otro, fue como mirarnos en sendos espejos, difícil de explicar. Tenía que ser así, como si estuviera escrito en algún sitio del espacio infinito, un café, una conversación, un beso, apretarnos, enlazarnos, retardando y provocando delicia.

Hubo varios encuentros. Después, el miedo a que aquella gracia del deseo y del goce se enviciara en una rutina, un amor como la sopa o en las facturas del gas. Y adiós, me voy, desaparecer como el humo y dejarme sola. Como una sombra errante. Un hombre sin anclajes, con el hogar en la maleta. Libre.

Antes de eso, enraizar en mi útero y engendrar un ser adorable, mi hijo, al que algún día tendré que contar esta historia, cuando sea lo bastante adulto.»

Al lado de estas letras, pegadita con mimo, una entrada desgastada, concierto para violín y piano, una violinista japonesa y un pianista ruso. Sobre el nombre del pianista, Nikolai, dejando la huella de un encuentro, el cerco de una taza de café.

Y qué casualidad, esa misma tarde en internet el mismo nombre anunciado. Sin dudarlo, leerlo y sacar la entrada, directamente en la red. Fila tres, butaca ocho.

Ahora, justo enfrente del piano de cola, viéndolo así, encorvado sobre las teclas, acariciando un sonido pianissimo, todo sensibilidad y ternura, sabe que alguien así tiene que ser dado al afecto y que si en un momento llegara a conocerlo y pudiera darse un cara a cara, de alguna manera la sorpresa tuviera que llegar a emocionarlo. Contrastando en los pasajes briosos, todo pasión enérgica y agitada. Desde luego, qué carácter. Está claro que en esto he salido a mi madre, piensa. Y qué decir del virtuosismo, faltan teclas para tantas notas, los dedos vuelan, se distorsionan en una velocidad diabólica. Por un momento se siente orgulloso de un padre así.

Se remueve en la butaca, inquieto, sorprendido por el descubrimiento. Algo cae al suelo, un bastón que hasta ahora había ignorado. La mujer que está sentada a su lado le taladra el cerebro con ojos amenazantes, en un silencio que exige respeto. Una bruja vieja y gruñona en una penumbra esotérica. Suena un fragmento tétrico de un compositor moderno. Todo es extraño para él, profano en la materia musical. Ni siquiera pasó de las síncopas en sus intentos, cuando era niño.

Aprovecha los aplausos para reponerse del susto y estirar la tensión de su cuerpo. Entonces la vieja se vuelve hacia él, ahora que la luz de la sala ilumina el rostro de la mujer parece más joven, además ha engordado de orgullo: es mi hijo, ¿sabes?

No puede contestar, un nudo de palabras se atasca en su garganta, la posibilidad de que sea su abuela lo bloquea, y así queda, bobo, mudo.

Ya de vuelta a casa, asoma la entrada en el bolsillo, le devuelve los sonidos, la imagen de aquel hombre. Podría tener algún parecido con él, tal vez. No, esos ojos, azules y fríos como un mar helado, marcando una distancia que quería pero no podía saltar, un muro pétreo, infranqueable, que parecía ser impermeable a toda muestra de cariño. ¿Dónde guardará la sensibilidad de sus interpretaciones?

Durante la cena, entre cucharadas de sopa:

—Fui a un concierto de piano.

—Qué bueno, por fin muestras algún interés por la cultura. Y ¿qué te pareció? ¿Te gustó?

—Me impresionó bastante, un virtuoso. Un ruso, Nikolai, creo que se llamaba.

—Me parece fantástico, hijo. No todo se aprende en la calle.

Una contestación tan natural deja claro que ese nombre no le trae ningún recuerdo, ni cosquillas en el pasado.

—Mañana repite. Si quieres vamos juntos. ¿Te apetece?

La insistencia del concierto la deja pensativa. Es lista, intuitiva, su cabeza centrifuga ideas, supone, deduce, adivina. Conoce a su hijo. Transparente la intención.

—Mira, estoy asombrada de este cambio en tus costumbres y me alegra tanto que quieras compartirlas conmigo… Iremos juntos, me apetece.

Ella se arregló con gusto, se perfumó. Aquel ardor que quemó tantos momentos de soledad ya estaba apagado, olvidado, sin embargo, un cosquilleo en el estómago. Quién sabe si…Cómo estás…Me alegro de verte…Nuestro hijo…Pero nada, no sirvió hacerse ilusiones porque aquella sombra no apareció. Música excelente. Aplausos.

Regresan, madre e hijo, él ha crecido más de la cuenta. Tal vez sea el momento de contarle todo.


—Hijo, tu padre no era el pianista, era el que pasaba las hojas.

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