La mejor de las ideas.

La mejor de las ideas.

En Avellaneda los veranos eran muy calurosos, nuestra casa atesoraba todo el sol de la mañana, lo que indicaba que la hora de la siesta no era la mejor opción para descansar entre sus paredes, pero mi madre no opinaba lo mismo, es más ella había decidido en forma unilateral que dormir unas dos horas a mi hermano y a mí nos haría muy bien. Desconozco si su decisión estaba fundada en una sólida argumentación, porque nunca nos la expuso.

Mi hermano Ismael y yo habíamos intentado convencerla, lo cual indicaba nuestra escasa noción de la realidad, por esos años.

La idea del silencio entre las 14 y las 17 horas eran baluartes innegociables de mi madre que estoicamente escuchaba nuestros reclamos que en diferentes tonos intentaban a diario obtener alguna oportunidad de diálogo.

Nuestra casa tenia un fondo con árboles frutales: ciruelos, limoneros y un bello duraznero que invitaban a disfrutar de sus sombras, pero mi amada madre consideraba que estos bellos árboles serían prontamente abandonados para desplegar juegos, corridas que vulnerarían el silencio sepulcral al que ella apuntaba con el concepto de «siesta».

Mi astuta madre sabia de nuestras debilidades al momento de quedarnos solos y poseedores de unas cuantas horas y de un espacio suficiente para retozar a gusto. Ismael con su pelota siempre dispuesta a darle alegría a sus ágiles piernas, y mis muñecas siempre deseosas de cuidados de mi parte.

Habíamos ingresado a un túnel sin salida, mi madre por un lado resistía con la fuerza de su autoridad inmutable y por el otro, nuestras quejas habían pasado por diferentes estados, el colérico, el dramático ,el lacrimógeno y el de la súplica humillante, nada de eso había logrado un punto de acercamiento. Pero en esas tardes de descanso obligado, mi hermano tuvo un súbito descubrimiento ¿por qué deberíamos resignar nuestros deseos si tal vez pudiésemos acordar un punto intermedio que nos contentara a ambos lados de la discordia?

La idea de Ismael fue brillante; cuando nos presentamos con ella ante nuestra madre, estábamos muy nerviosos sin embargo pudimos explicarnos detalladamente. Los acuerdos con mi madre siempre pasaban por el visado de mi padre, eran un equipo perfecto en sus decisiones, pero nuestra idea era invencible.

Cerca de casa a tan solo 5 minutos de colectivo estaba la biblioteca Martín Fierro de la que éramos socios activos durante todo el año, en verano ya no usábamos los textos escolares lo que nos permitía retirar cinco libros de lectura a cada uno.

La idea era simple, el silencio no se negociaba, sería inalterable, lo que discutíamos era el asunto de la «dormidita» se trataba de un sencillo trueque: la cama por la sombra de los árboles . Leeríamos durante el período de silencio y mi madre dormiría su merecida siesta.

Hubo un principio de acuerdo pero mamá no aceptó el lugar elegido por nosotros por considerarlo un sitio inapropiado teniendo en cuenta la fuerza del sol en esas horas. Entonces nos propuso que la lectura se hiciera en el pasillo que daba a la casa vecina y que tenia sombra toda la tarde, no nos convencía demasiado pero dadas las circunstancias aceptamos.

Desde aquel acuerdo, el pasillo de casa se plagó de aventuras Ismael leía a Sandokán, con Huckleberry Fin conoció el río Misisipi, apasionado leyó la Isla del tesoro, mientras tanto yo solo emitía suspiros y alguna lágrima leyendo Jane Eyre, Mujercitas y después de leer los poemas de Amado Nervo repetía balbuceando » Tus ojos son dos magos pensativos, dos esfinges que duermen en la sombra…» María mi madre antes de retirarse a su descanso dejaba como al pasar, alguna fruta, o en ocasiones especiales un yogur o una compota, así sin mucha ceremonia nos dejaba sentados, contentos después de haber conseguido eludir el sueño y a punto de descubrir una isla misteriosa, o disfrutar de un romance en la campiña londinense.

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