Allí estaba yo, acostada en la cama de aquel hospital, rodeada de mi «no familia» no es un error, nunca tuve una familia de sangre, pero si la mejor familia que cualquiera pudiera desear.

Entra el doctor, conmigo están las dos hijas mayores, los padres fallecieron hace tiempo, quedan los dos hermanos varones y la pequeña por llegar, ¡la pequeña! está casada y feliz en un apartamento de Madrid, no quiere tener hijos, ninguno tiene y lo entiendo.

– Quedan pocas horas – oigo que dice el doctor y yo pienso que no voy a morir hasta que llegue la pequeña, necesito decirle que su secreto me lo llevo conmigo, necesito que lo sepa. La mayor toma mi mano arrugada y fría y siento la suya cálida como siempre me he sentido entre ellos, arropada. Pierdo el sentido o me duermo quizás, pero empiezo a soñar.

» Era febrero del 65, pueblo pequeño de Andalucía entre montañas y bosques, un río azul como el mismo cielo atravesaba el pueblo. Yo trabajaba en la hacienda de los señores Moseguez, limpiaba, cuidaba a los niños que eran cuatro, la mayor de 17 años, educados, cosa normal ya que el padre era muy estricto.

Una mañana el día se levantó tan gris como la familia, yo como siempre me dispuse a preparar el desayuno antes que nadie se levantara, el padre médico de carácter autoritario y acostumbrado a llevar siempre la razón, la madre enferma después del último parto, depresiva, diabética, había perdido la visión y la función de uno de los riñones, ese día nadie siguió su ritmo normal de vida. Todos nos sentamos a la mesa como si un Domingo fuera y habló el padre serio – Ha ocurrido un problema grave en la familia -empezó- a partir de hoy los pequeños iréis al colegio como siempre y contareis si os preguntan que vuestra hermana mayor ha ido a estudiar un año fuera, mientras tú -miró a la mayor con semblante muy duro- no volverás a salir de esta casa hasta que des a luz y después te olvidarás que lo has hecho, llamarás a tu bebe hermano o hermana y el resto haréis lo mismo, nosotros seremos los padres y no quiero saber nada del suyo, ni tú tampoco lo harás. Respecto a ti – me miró – si quieres seguir en esta familia asumirás las condiciones si no, marcharás al extranjero y olvidarás todo tu pasado, yo me encargaré de que estés bien, si decides quedarte y rompes el trato no quieras saber lo que puede ocurrir. No puedo tolerar que un apellido como el nuestro quede manchado por el pecado de una incauta. Tras este discurso seco y firme la familia desayunó como si nada hubiera pasado y desde entonces la vida siguió según el plan trazado.

En noviembre del 65 llegó a la casa la alegría ¡una niña! preciosa, parto sin problemas, lo asistió el ahora su padre, su hermana le daba el pecho jamás la llamaba hija, la única relación que tenía con ella era esa, para mi ¡era tan duro! para ellos era un trámite más, una escenificación de una obra dramática, la niña creció rodeada de cuatro hermanos, feliz con unos padres mayores ya, iba al colegio, salía con sus amigas y crecía rodeada de cuatro hermanos que la adoraban, la vida transcurría como si nada hubiera sucedido, hasta yo misma por momentos me olvidaba del secreto que debía guardar porque ya no era un secreto, era una realidad enmascarada por un hombre acostumbrado a tener siempre el mando y la razón, pero ¿hasta cuándo?.

Y llegó un día en el que la hermana pequeña del clan, dio la noticia -¡me caso!-

La casa estalló de alegría, todos menos el padre, imagino la causa, las partidas de nacimiento llevaban guardadas en la caja fuerte durante 22 años, como siempre calculador y manipulador esta vez no iba a ser menos, él se encargó de todo, lo resolvió todo, yo le ayudé callada como siempre sin expresión en mi rostro para no levantar sospechas, me moví con él por juzgados, iglesias y demás, hasta que todo estuvo preparado. – Guarda esto – me dijo – y me dio un sobre cerrado – es la partida de la niña, ella debe seguir llamándonos papá y mamá y morir pensando en sus cuatro hermanos-. Asentí, por un lado se me rompía el alma y por otro la veía tan feliz…

Sonó el teléfono y dejé el sobre en la mesa, sin cuidado y al volver ¡Oh! un frío caliente como la sangre de una lagartija me corrió de pies a cabeza, un relámpago en todo mi cuerpo, creí morir. La pequeña estaba allí con el sobre abierto pálida como la nata de la leche del desayuno diario, me miró con lágrimas en los ojos, nos miramos y…de la misma manera que abrió aquel sobre lo cerró y dejó sobre la mesa, no dijimos nada, solo su dedo se acercó a sus labios temblorosos como signo de silencio, me regaló una pequeña sonrisa triste y desapareció.

La vida continuó feliz, la boda, sus trabajos, mi vida, la muerte de los padres, las idas y venidas de los hermanos y así pasaron años, yo enfermé y me llevaron a un asilo de los más selectos, venían a verme a diario o cada dos días, me traían regalos, presumía de su compañía, después de todo eran mi familia».

De repente se abre la puerta, me despierto y es la pequeña que corre a mi lado y me besa, me habla, yo la miro y le digo susurrando – «me llevo nuestro secreto» – ella con la misma sonrisa triste de aquel día me mira y bajito me dice – «yo también lo llevaré, gracias por hacerme feliz» me abrazó… y yo…

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