UNA JUGADA DE LA MUERTE

UNA JUGADA DE LA MUERTE

UNA MALA JUGADA DE LA MUERTE

—Papá, ¿crees en el destino?, —le preguntó David, extrañamente, aquella funesta mañana de domingo, antes de iniciar el juego, con el rostro marcado por la angustia de un extraño malestar.

Antonio supuso que David había escuchado esa pregunta en la radio o en la televisión y no le dio mayor importancia.

—Creo en las nalgas de tu hermana —respondió, con una sonrisa mordaz, pensando que su hijo se molestaría pero, de una manera también extraña, éste dijo:

—¿Cuál?, ¡no tengo ninguna!

Papá intentó animarlo y lo retó a una carrera hacia el otro extremo del campo. Contra su costumbre, el niño se cansó muy pronto.

—¿Qué te pasa, hijo, te sientes mal? ¿Quieres que nos vayamos a casa? —Antonio se inclinó hacia el niño, depositando una mano en la espalda. David, sintiendo que, si abandonaba el campo de juego, podría decepcionar a su padre, decidió continuar.

—No es nada, papi, sólo quiero descansar un momento.

Antes de iniciarse las acciones sobre el terreno de juego, el pequeño tranquilizó a su padre diciéndole que ya se sentía mejor. Realizó frente a éste algunos movimientos de piernas y brazos para reafirmar lo dicho. La cara del pequeño se iluminó como un sol. Le dedicó una gran sonrisa que dejó ver su diente faltante.

A los veinte minutos del primer tiempo, David se lanzó a perseguir un balón que quedó a la deriva. Era una jugada de gol. En la mente del niño apareció un rayo de luz: la imagen del padre corriendo para cargarlo y llenarle el rostro de besos, como era su costumbre. El niño se sintió empoderado. Con gesto triunfal, se encaminó hacia la pelota e inyectó velocidad a sus pies. Sin embargo, el portero contrincante pensó todo lo contrario: fue como un bólido tras el balón, chocando aparatosamente contra David, que quedó tendido en el pasto. Aunque la pelota entró en la portería y algunas personas ya coreaban el gol, Antonio, junto con otros papás, ingresaron al campo con insultos al árbitro y al niño con el que su hijo había chocado. Los familiares y la porra del portero también invadieron la cancha, pues se percataron de la violencia de aquel encontronazo, propinando insultos y empujones a Antonio, impidiéndole llegar hasta donde David yacía, muy quieto, con la cara al sol y la mano derecha oprimiéndose el pecho.

Como pudo, Antonio esquivó a la gente y llegó hasta su vástago. El corazón le latía desbocado mientras nefastas imágenes desfilaban por su mente, parecidas a una mala telenovela. Como una ráfaga, a su mente acudieron las escenas de la película Ustedes los ricos, cuando Pedro Infante llora por su hijo el Torito, pero inmediatamente las desechó. Al percatarse de la grave situación, el padre enloqueció.

—¡Con una chingada, déjense de pendejadas y llamen a una ambulancia, mi hijo se muere, cabrones! –Con los ojos arrasados en lágrimas, Antonio tomó a David en sus brazos, con una mirada suplicante hacia el grupo de personas.

Apartando al padre, alguien intentó darle respiración de boca a boca al infante colapsado… Todo fue en vano. Los preciosos seis años de David se extinguieron, dejando a su padre sumido en una perdurable sensación de vacío, en el absoluto desamparo.

─Resignación, hermano, Dios así lo dispuso ─le dijo un padre de los compañeros de su hijo.

—¡Chinguen a su madre tú y tu puto dios, imbécil! —Antonio hundió su rostro entre las manos, de rodillas en el suelo.

Respetando su dolor, aquel cristiano se alejó en silencio.

A un año de aquel acontecimiento, con devoción, colocando cempazúchitl y pan de muerto, alrededor de la pelota favorita de su hijo, en el altar de muertos ─de acuerdo a la tradición de su país, México─, al recordar la dulce sonrisa y el rostro iluminado durante las interminables horas que pasaban juntos y aquella simpática frase recriminatoria: “Papá, soy tu hermoso hijo” ─lo cual significaba que Antonio debería dejarse ganar en el juego en turno─, el sufrimiento crecía como un tumor maligno, devorando su interior.

Todo su ser necesitaba su presencia y la exigía aquí y ahora ─como dijo Jim Morrisson─. Sus gritos de angustia se perdían en parajes de soledad. No encontraban eco en esta realidad: David no estaba ahí, a su lado, para entregarle racimos de vida con sus risotadas.

Temía a los ríos de alcohol, pues lo hacían sufrir mucho más cada vez que buscaba alivio, sumergido en esas aguas.

Antonio jamás logró querer a ningún otro niño. Nunca encontró las cualidades de su hijo en otros pequeños. Jamás descubrió la ocurrencia infantil bien expresada ni la docilidad necesarias que sólo David pudo entregarle muchas veces frente al televisor y nadie jamás logró felicitarlo como él lo hacía, cuando las Chivas anotaban gol al América.

Cuando buscaba a la criatura en su derredor y no estaba; cuando, ya resignado, sabía que no iba a entrar por esa puerta con un balón en la mano invitándolo a jugar y cuando intentaba, inútilmente, razonar su temprana desaparición, no podía dejar de maldecir a la vida, a Dios y al destino por haberlo privado de su adorable compañía. Su espíritu rechazaba obstinadamente cualquier excusa de la muerte.

¿Por qué no le fue permitido verlo crecer, y, junto a él, crecer también? ¿Hacia quién dirigir sus reclamos? ¿Cómo entender que “así es la vida”?

En estos momentos sentía que jamás volvería a procrear otro infante.

Ahora, avejentado por el fétido aliento de la mañana, Antonio se descubrió buscando una respuesta en el abismo de las fotos del altar ─su hijo y él en el zoológico, con un helado en la mano─, pero sólo atinó a citar a Violeta Parra, al borde del paroxismo:

—¡Maldigo los estatutos del tiempo con su bochorno! ¿Cuánto será mi dolor?

Imposible expresar con palabras tanto sufrimiento. Hoy, la vida para Antonio era como un sueño profundo, impío e intermitente, del que muchas veces despertaba pensando que David aún permanecía ahí, a su lado.

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