La nueva familia del siglo XXI

La nueva familia del siglo XXI

La luz del sol, que entra con una extenuante sordidez en mi minúscula habitación, me da un dolor horrible de cabeza. Haciendo acopio de fuerzas, alcanzo a coger el móvil y veo que todavía son las ocho de la mañana. Intento volver a dormirme, pero no lo consigo por el sofocante calor de agosto. Me siento en la cama, medio mareado, y me compadezco a mi mismo por la vida que llevo. Después de esta pequeña reflexión matutina, me visto con lo primero que encuentro tirado por el suelo y salgo al pasillo. La casa está en absoluto silencio, como si se tratase de un viejo cementerio abandonado. Al final del pasillo a la derecha, celosamente cerrada, se encuentra la habitación de mi padre. Me detengo un momento delante de ella de camino al baño y un escalofrío me recorre todo el cuerpo tan solo con pensar qué estará pasando allí. Decido, por salud mental, no llamar a la puerta y giro hacia el baño. El baño, antaño de diseño, ofrece un aspecto deplorable, con la suciedad acumulada y los restos de pelo y toallas tiradas por el suelo junto con la ropa sucia. Pienso en lo bucólico que es la teoría anárquica, pero sobretodo en sus obvias contrapartidas cuando se lleva a la práctica, como es el caso de nuestro baño. Decido no pensar en eso mientras me lavo la cara para despertarme e intentar, sin éxito, que se me marche el dolor de cabeza cual si fuera una legaña.

La cocina, aunque desordenada y caótica en su formulación dominical, no provoca la inmediata repulsión que ha ejercido el baño sobre mi un minuto atrás. Abro la nevera con inusitada dificultad y compruebo que, tal como me temia, solo queda un paquete de chocolate a medio comer y un par de cervezas de lata. Maldigo para mis adentros y me siento en mi silla habitual, absorvido por la desazón y por el dolor de barriga. Desde la ventana cuadriculada junto a la silla puedo observar con calma toda la gente que circula por la calle. A veces juego a imaginarme sus vidas y a entrever su biografía a través de sus caras durante horas. Desisto rápidamente porque la cabeza me da zumbidos, y me quedo, simplemente, mirando la pared blanca.

-Bueenos días…-Clara, una chica de veinticinco años, vestida con una simple camisa y unos shorts me mira desde la puerta y me hace un gesto similar a un saludo indio. Lleva el pelo perfectamente recogido en un moño y aún con su aparente falta de maquillaje, ofrece un aspecto impecable.

-Buenos días.-la contesto con sequedad, sin darle tiempo a que me suelte ningún chascarrillo. Ella sonríe y entra en la cocina a paso firme. Empieza entonces el rutinario abrir de armarios, un ejercicio totalmente estéril, porque es tan consciente como yo de que no hay nada en la despensa.

-Hay que ir a hacer la compra.-Me mira burlona con las cejas arqueadas, como si esperase algún tipo de acción por mi parte.

-Si, salta a la vista.-me mantengo firme y le evito la mirada al contestar. Coge entonces su Ipod de encima de la mesa y se pone los auriculares, iniciando su ritual matutino, que consiste en escuchar música heavy mientras baila (sin mucho artificio).

-Buenos días…dice mi padre desde el pasillo, como si estuviera bendiciendo la casa. Nadie le responde, y su voz queda flotando.

A los pocos minutos entra de nuevo mi padre, de 46 años, rigurosamente vestido con un traje y ofreciendo una imagen de rigidez y formalidad, justo lo opuesto que su joven compañera sentimental. Se prepara un expreso,que remata con unas gotas de un viejo whisky que tiene «escondido» detrás de los productos de limpieza. Le da un apasionado beso en la boca a Clara, que sigue enfrascada en su música y después me da un toque en el hombro, que se supone debo interpretar como un saludo. Dicho esto, coge su maletín de 400 euros (estuve presente cuando lo adquirió) y desaparece sigilosamente como ha entrado, dejandonos solos a mi y a Clara. Después de unos minutos de silencio incómodo, y durante los cuales Clara se comporta como una niña mientras chatea con sus amigas, decido tomar la iniciativa y bajo a comprar algo para comer.

Al cruzar, como cada día, me saludan dos viejos artistas croatas que viven en el cajero de debajo de casa. Como me sobran un par de euros decido comprarles un bocadillo, y me quedo un rato con ellos mientras me explican como añoran poder pintar en lienzo, y como cada día se olvidan progresivamente de por qué están aquí.

Cuando llego enfrente de casa, me alarma el fuerte ruido que proviene del interior, pero cuando la vieja puerta de madera descubro a Clara bailando con gran ímpetu al son de una canción pop. Cuando me ve plantado delante de la puerta, observándola mientras baila, baja ligeramente la música y se gira hacia mi.

-Pensaba que tenías clase.-Lo dice como si estuviera reprobándome, aunque en sus labios se intuye una sonrisa picaresca.

-No entro hasta las nueve y media.-digo, y hace un gesto como de aprobación, antes de volver con su música y su baile. Como veo que no me dice nada más, decido continuar.- He traído desayuno.

Esta vez me mira y sonrie de verdad. Se acerca a mí, y me despeina a golpes, en otra curiosa muestra de afecto. Al tener el anillo que le regaló mi padre en el dedo, el gesto me supone cinco minutos de dolor de cabeza, pero no me quejo. Nos sentamos de nuevo en la mesa, uno frente al otro. Cojo una pasta y aguardo hasta que ella coge la otra para mirarla discretamente. No hablamos en un par de minutos, pero nos intercambioamos algunas miradas de complicidad. Cuando ha terminado, coge su zumo y bebe da el último sorbo, que le deja la boca llena de grumos.

Me mira, y me olvido de quien soy.

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