De la alfombra mágica y otros recuerdos

De la alfombra mágica y otros recuerdos

De mi infancia recuerdo por ejemplo mi alfombra, a lomos de la cual sobrevolaba los afeados tejados de los edificios que conducían a la escuela. Cómo por la tarde solía guardarla en una trampilla que en realidad nunca llegué abrir, cómo los demás se quedaban perplejos cuando hablaba de ella, de su cuerpo púrpura, o de las esquinas doradas que hacían las veces de manos y pies. De aquella vez que salvamos a un gato que había quedado atrapado en un árbol, o aquel otro día en el que socorrimos a una anciana que se resistía a abandonar la casa en llamas. Demasiados recuerdos, gritaba, al tiempo que se aferraba al alféizar de la ventana. Luego quizás cortábamos el viento, o atravesábamos las nubes, desde donde veíamos nacer la lluvia, para después caer en picado, y entonces el agua del mar nos salpicaba al acercarnos demasiado a su superficie.

Ya con el paso del tiempo, llegamos a volar a la velocidad de la luz junto aquellos vehículos intergalácticos todavía no identificados, con sus simpáticos y verdes ocupantes, junto a los que dejábamos atrás miles de estrellas, asteroides, meteoritos. Y cada día, en el patio o en la clase o en el pasillo, las bocas abiertas de mis compañeros, rodeándome en un precioso círculo. Gritos ahogados, ojos que brillaban por la sorpresa, manos que protegen los potenciales alaridos. Pero después llegó el día en que cumplí siete años.

Aquella tarde en la que mi madre tuvo la brillantísima ocurrencia de celebrar mi primera fiesta de cumpleaños, quiero decir la primera con invitados que no solo fueran de la familia. Sobre la mesa descansaba un enorme pastel de chucherías; a saber, fresones rosados, nubes pálidas, moras negras, regalices rojas, ese tipo de cosas. A su alrededor, más o menos todos mis amigos. Por supuesto todavía guardo la fotografía en la que Eduardo se lo mira como si fuera un tesoro recién desenterrado de la arena de alguna playa remota.

Recuerdo con detalle los sombreros de cartón, los matasuegras, el confeti. Todas aquellas caras mirándome, tan centradas en mi presencia. No solo la de mis amigos, si no también la de la abuela, el padre, la hermana, la otra abuela, los dos abuelos, la tía primera, la tía segunda, el primo, la prima, los primos, a los que por cierto nadie sabe a ciencia cierta cuánto tiempo hará que no veo.

Al principio dejaron de venir los viernes a hacer el café, luego a los cumpleaños, después ya se les olvidó comprarme el habitual palmón para el domingo de Ramos, y ahora todo se reduce a las navidades, y si eso, sentados alrededor de una mesa rectangular cada vez más corta, con conversaciones que ya no pueden recurrir al cuánto has crecido, pues eso ya hace tal vez demasiados años que dejamos de hacerlo. Pero el caso es que aquel día estaban todos y estaba todo y no faltaba nada y yo, entre tanta felicidad, pues había olvidado por completo que la pregunta estaría por venir.

¿Dónde está tu alfombra mágica?

Bueno, vamos a ver, es que no le gusta mucho la gente, quiero decir que en fin, que es complicado.

Ya, claro, pues ni que sea pruébalo, Aquí, ahora, vamos.

Está en esa trampilla. Ahí, en el techo. Pero ya te he dicho que hoy no va a salir.

Entonces todos miraron hacia la trampilla blanca y me pidieron al unísono que la abriera. Ábrela, ábrela, ábrela. Pero abrirla, qué insensatos. Eso la destruiría al instante. Pues hasta que no se demostrara lo contrario, la alfombra existiría en el interior de aquella trampilla blanca, y si alguien osara abrirla, por poco que fuera, corríamos el riesgo de que desapareciera para siempre.

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