A ella

A Janis Alcira la conocí en un viaje que hice a Bogotá. Nos vimos por primera vez hablando en el Mercado de San Alejo o llamado De Las Pulgas, como si fuéramos ya viejos conocidos; luego nos fuimos a follar sin ambages, rápidamente. Entonces la hice mía. Ante su contacto parecía suspendido y alado, el perfume de su piel me trastocaba con su bella esencia, su ardiente sexualidad me desviaba de las raras ideas que alimentaba pensativo y deprimido. En nuestra intimidad, caían sobre nuestros cuerpos las gotas de sudor de nuestro agite maravilloso. Ella palpitando de resplandores melifluos como una luna plateada refulgiendo en un cielo nublado. Me aventuraba a explorar su cuerpo, empujado hacia la inexorable calidez de su piel y de sus salvajes besos, protegido por sus estremecimientos lúdicos, por sus temblores celestes que me provocaba irrigaciones inesperadas, me sentía ciudadano de un continente amoroso.

Embebido observaba su definida cara, me deleitaba con sus orgasmos disparados por la presión de su deseo y amor. Su cuerpo provisto de una fuerza animal caía sobre mí en ignición. No mirarla y degustar era un sacrilegio. Luego hacia adelante y hacia atrás, prometiéndonos un mundo de placer en la deleitosa invasión de nuestra piel, de nuestros poros, de nuestras fibras que querían entremezclarse, fusionarse en una sola.

Para mí el acto sexual es un saludo que intercambian dos almas. En todo encuentro erótico hay un personaje invisible y siempre activo, la imaginación, si no se presenta, resulta ser un fracaso. Es por ello que el placer con personas insensibles, poco agraciadas, sin creatividad o inteligencia alguna, resulta ser todo un imposible. Finalmente, y en este mundo de inseguridad tanto por actos de violencia como enfermedades de transmisión sexual, el sexo con personas desconocidas resulta ser bastante atractivo pero sumamente riesgoso si no se toman medidas de control y prevención; así que siempre busquemos en primera instancia un vínculo de amistad con una persona interesante, inteligente y con una clara orientación sexual psíquica, emocional y biológica.

Sabía que de veras quería estar conmigo, segura de no desprenderse de mi lado, y que el agobiante pasado de su familia no le daría alcance nunca. Le propuse que nos fuéramos juntos a vivir a Medellín, a Caldas, mi pueblo natal. Y ella accedió condescendiente. Pronto empacamos nuestras pertenencias y nos fuimos a vivir juntos como lo habíamos decidido.

Ya en Caldas, le presenté a mi madre y más luego a mis mejores amigos. En ese entonces mi padre estaba vivo y trabajaba en una tienda de legumbres. Yo empecé a ayudarle mientras Janis Alcira trataba de encontrar qué hacer, y pronto empezó a confeccionar bolsos de cuero y hacer artesanías.

– Madre, quiero vivir mi vida con Janis Alcira.

– ¡Vea pues!

Entonces volvía a embriagarme y sumergirme en los ardientes besos de Janis Alcira, en su recato virgíneo por cuidarme y en la benevolencia de su pecho oloroso a rosas frescas, escondido bajo su falda estampada de azaleas que el viento subía hasta las rodillas.

La cargaba entre mis brazos y la depositaba en el lecho de la alcoba donde acariciaba su cuerpo de rósea piel. Ella era un sueño cercano. Su rostro salpicado de lunares, hundía mis manos en su cabello negro con un frenesí sensual y casi infantil.

– ¿Qué estás haciendo? –preguntaba sonriente.

– Toco tu cabello…

Tocaba sus espaldas, su voz.

Ella, se reía a carcajadas, a veces era enojadiza, y me hacía reproches.

Volvíamos a estar sonrientes, y así de nuevo concretábamos nuestro romance.

La vida me era extraña, pensaba que aquel amor era solamente un capricho loco de mi naturaleza perturbada, pero luego entendí que era el toque del amor que a ningún humano dispensa de conectar con la intensa lucha que libran los sentidos y el espíritu.

La vida de los enamorados significa la maravillosa mecánica de los símbolos, palpitando entre sensaciones universales.

En mi juventud las adicciones a la bebida y al cigarrillo, al rock y a las músicas urbanas, a las músicas andinas, la cumbia y el jazz, eran cotidianidades habituales.

Y esto preocupaba a mi madre, que invirtiera tiempo en juergas inoficiosas.

Por otro lado, de Estados Unidos llegaba a torrentes el basurero tecnológico de la música y la moda, pronto Japón y China nos invadieron también con sus inventos musicales.

Y yo, ¡ah, enamorado de Janis Alcira! ¡Qué maravilla!

Y mientras tanto me empleaba trabajando en la legumbrera para poder estar con ella y cubrir nuestras necesidades.

Mi madre no tenía una economía sostenible, después de la muerte de mi padre se afectó su manutención. Y ella debía abrirse paso para conseguir un estado financiero próspero.

Pero mi soledad era cuestionable, sólo Janis Alcira la remediaba.

En la casa el mundo era totalmente diferente a la realidad escabrosa que se vivía en las peligrosas calles de Medellín y sus barrios. Y hasta el municipio de Caldas se había puesto de repente sumamente peligroso.

A mis preocupaciones se sumaba la seguridad de Janis Alcira.

Y yo, embriagado de romance, instalaba en esa casa al gran amor de mi vida.

Mi madre se oponía a mi prematura relación, pero me era fácil romper sus negativas.

– Con’ que te casas… ¿eh? –me preguntaba.

– Sí. Mamá. Nos casaremos en la iglesia del pueblo.

– ¡Felicidades! –refulgía con su cálida mirada-. ¿Y Janis Alcira te quiere mucho?

– A lo mejor sí me quiere mucho.

– ¿Y de qué van a vivir?

– Trabajaremos los dos…

A mi madre que se daba por enterada de mis pretensiones de casarme con Janis Alcira, la unión le parecía descabellada y no la aprobaba; sin embargo, yo no me sentía afectado por su negativa. Era natural que mi madre sintiera miedo por mis aspiraciones futuras.

Pronto descubrí que mi vida entre la comunidad del pueblo había llegado a un punto crucial.

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