Vuestra locura es mi cordura.

Vuestra locura es mi cordura.

—Manuel Cardona Ledesma, persónese en el despacho de la Dra. Suárez por favor —se oyó por megafonía a eso del mediodía.

Lolo, como era conocido por todos en el Centro, se quedó petrificado y con la mirada clavada en la punta de sus zapatos. En su cabeza únicamente había sitio para la confusión; para bien o para mal, en los 25 años que llevaba en la Residencia Siquiátrica Nuestra Señora del Milagro, no había vuelto a escuchar su nombre completo.

—¿Quién es ese? —chilló Demetrio.

—Pues será alguno de los «batablancas» que se le ha ido la chaveta —rió Severino con gran alboroto, buscando la camaradería de sus compañeros que se unieron a sus carcajadas organizando una enorme algarabía que sacó a Lolo de su ausencia.

—Soy yo —gritó alto y claro mientras se iban ensordeciendo las risitas de fondo.

—Tú eres el Lolo —le increpó La Rosi.

—Os repito que soy yo —sentenció Lolo elevando aún más la voz y endureciendo el semblante.

Los compañeros no tardaron en acallar sus voces y mirarle con recelo.

Lolo se encaminó al despacho con paso inseguro. Le latían la sienes; le sudaban las manos; le temblaba el suelo…

La puerta estaba abierta y la doctora le hizo un gesto con la mano para que entrara.

—Buenas tardes, Manuel, siéntate por favor.

—Buenas tardes, doctora.

—Manuel, este es el inspector Ramírez —dijo la doctora Suárez mientras dirigía su mirada a la persona sentada a su izquierda— y tiene que comunicarte algo importante.

Buenas tardes, señor Cardona. A ver cómo le explico. Verá… esto… usted está aquí por un error administrativo —hizo una gran pausa esperando que Manuel se pronunciara e incluso que montara un numerito, pero se hizo el silencio total y Lolo no articuló palabra ni movimiento alguno. Se limitó a asentir y a escuchar lo que el señor Inspector había venido a decirle.

Por todo esto, la doctora Suárez y yo mismo hemos firmado el parte de alta y es usted libre de volver a su casa.

Lolo sintió una profunda tristeza. No comprendía lo que le estaban diciendo. No entendía porqué el señor inspector y la doctora Suárez le estaban diciendo que se podía ir a casa si él ya estaba en casa; pero como había aprendido a obedecer, se limitó a ir a su cuarto y meter sus pocas pertenencias en una bolsa tal y como le habían pedido que hiciera. Se sentó en la salita de la entrada a esperar que «su familia» viniera a recogerle para llevarle «a casa».

Llegaron su hermano Eduardo y su cuñada Pili, a los que por supuesto él no reconoció y como un autómata se metió en el coche.

Lo que ocurrió a partir de ese momento fue como una pesadilla para Lolo. Le recibieron muchas caras sonrientes con voces chillonas que le querían abrazar y besar. Le entró miedo. Intentaba apartar sus ojos de ellos mirando en derredor pero le cegaba la terrible luz que salía de todas partes; no encontraba los límites de esa habitación y se acribilló a preguntas dentro de su cabeza:

«¿Pero dónde me han traído? ¿Sería un castigo por gastarle aquella pequeña broma a mi amiga la Rosi? ¿Por qué me piden que sonría mientras me apuntan con un aparato que se arriman a la cara? ¿Por qué me preguntan todos si me acuerdo de ellos? ¿Por qué tendría yo que conocerles si no les he visto en mi vida? ¿Por qué esas personas bajitas están en ropa interior saltando en un charco muy grande? ¿Por qué había cucarachas voladoras que silbaban? ¿Por qué colgaban hojas de lechuga de un montón de palitos clavados en unos tarugos grandes que salían del suelo?»

Mientras hablaba consigo mismo (como hacía habitualmente) Lolo pensaba que tal vez los «batablancas» se habían pasado con la dosis de su medicación en el desayuno y estaba sufriendo una especie de alucinación.

Le sentaron en una silla alrededor de una mesa llena de comida y le pidieron que les contara todo lo que había vivido en estos años pero Lolo no fue capaz de abrir la boca. Todos le miraban atentamente expectantes y con los ojos muy abiertos esperando una gran historia pero, al ver que no soltaba prenda, entendieron que igual le estaban apabullando y comprendieron que eran ellos los que le tenían que poner al día.

Cuando por fin apagaron las luces y la habitación parecía que empezaba a hacerse más pequeña y la gente bajita en ropa interior desapareció, Lolo empezó a relajarse.

A pesar del gran estupor que le acompañó durante todo el día empezó a tomar conciencia del momento y al darse cuenta de que la gente sentada a la mesa cuchicheaba todo el tiempo mientras le miraban de reojo, tuvo una repentina necesidad de hablar. Se puso en pie, carraspeó para llamar la atención del resto y susurró:

Por favor ¿sois tan amables de llevarme a casa?

FIN.

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