—Hola—, dijo el agente. Ella no contestó. La luz tenue del rellano escondía algunas gotas de sangre en su rostro que aún se dejaban ver. Mai continuaba el camino con un gesto cabizbajo.

Raúl llegaba al coche patrulla, hacía algunas anotaciones mientras apoyaba la libreta en el volante. Entretanto discurría con la mirada perdida, creía que era ella, la chica del «Café». Arrancaba el vehículo y contestaba a otro aviso por la emisora.

El iris marrón lo asomaba por la bocallave, el ojo lagrimoso se movía de izquierda a derecha, el parpadeo era simultáneo, observaba, y parecía que después de la visita del agente todo estaba tranquilo. Sacaba la llave del bolso y la introducía en la cerradura, la puerta se cerraba con un leve sonido. Llegaba a su habitación, dejaba el bolso en la cama, pasaba por el pasillo y recogía los juguetes de sus sobrinos. Una vez en la cocina tiraba las botellas de alcohol vacías, se preparaba una infusión. Pensativa daba pequeños buches al té, el calor en las frías manos mitigaba las turbaciones de su mente. Tomaba el último trago y andaba hacia el baño.

El agente Raúl y su compañero Pérez como todas las mañanas, entraban en el bar. «El Café» estaba como siempre, con los mismos parroquianos. Pasaron unos días desde la última vez que estuvieron.—¿Qué desean los señores?, preguntaba Mara.—Lo de siempre—, contestaba Pérez.—¿Qué os ha pasado?, hace días que no os veo por aquí—, continuaba Mara.—Pues nada. Raúl ha tenido unos días de descanso y yo he estado con un virus de estos que le llaman ahora…, de tres días. Pero ya mejor. ¿Y Mai, hoy está de descanso?—. La simpatía en la conversación desapareció.

La coexistencia en el piso era angustiosa. Convivían: dos niños pequeños, dos hermanos adolescentes, un padre, una madre y una hermana melliza de Mai. Cual función principal era la de moderar la situación tan difícil que había en esa casa. Mai tuvo una infancia terrible; los abusos sexuales por su padre y el rechazo social, les hicieron una vida llena de obstáculos sin culpa alguna, pero ella sólo quería vivir, y seguía luchando. Su madre humillada por las aberraciones del marido, acabó perdiendo la cabeza. Sin embargo ella no era violenta. Los hermanos con diecisiete y dieciocho años, nunca habían podido superar los maltratos de su padre hacia todos y la agresividad entre ellos era continua.

Se observaba el triste semblante en el espejo. Cogía un trozo de gasa, lo empapaba de líquido que se acumulaba en un pequeño bote y limpiaba sus heridas. Las lágrimas volvían a deslizarse por su suave cutis. Pensaba y se confirmaba así misma que la prostitución terminó en su vida, aunque era muy necesaria la ayuda económica en casa.—¡No consiento más insultos ni lesiones!—, comunicaba a la imagen reflejada. Abría el grifo, regulaba el agua y una vez templada, dejaba acariciar las suaves gotas que se deslizaban por su bello cuerpo. Friccionaba su cara con jabón, continuaba por: sus bonitos pechos, sus lindas extremidades, sus musculosos glúteos y, en escondido, finalizaba en sus genitales masculinos. Escuchaba un estruendo ruido; enjuagándose, Mai salía de la ducha.

Una voz desapacible se escuchaba.—¡Noa! ¡Dónde está mi copa!—. Noa contestaba con la voz temblorosa.—No lo sé papá—. El sollozo era inconsolable.—¡Qué pasa! ¡No hay más alcohol en esta puta casa! ¡Busca al maricón de tu hermano, al bicho ese feo con tetas y peluca rubia! ¡Qué de inmediato me compre una botella de Whisky!—. El histerismo de la bestia estaba presente.

Sonaba la emisora, un aviso llegaba. Sería de nuevo para el terrorífico piso de cincuenta metros. Raúl le comunicaba a Pérez que debían de tirar para allá, pero él le respondía que antes tenía que comprar unas cosas para su mujer.
Raúl le insistía y él le comunicaba que estaba terminando…

El cotilleo en el bar seguía presente, una clienta asidua al «Café» hablaba con Mara. Ella preguntaba por Meli, pensando que se llamaba Carmen. Mara le contestaba con una sonrisa de que no era Meli, que su nombre era Mai, y le confirmaba que llevaba días sin ir no sabiendo el motivo, pensaba que habría cogido una gripe. A la continua le comentaba que estos últimos días el agente Raúl, el tímido, preguntaba por ella. Mara le confirmaba a la señora que estarían juntos. Las dos con unas risas se despedían.

El coche patrulla llegaba tarde. Los vecinos hablaban con la pareja de policía, les comunicaban que hoy la discusión había durado excesivo tiempo, con fuertes golpes y extraños ruidos. Pérez pulsaba varias veces el timbre de la puerta. No contestaba nadie.—¡Por favor, abran la puerta!—. Seguía el inquieto sigilo. Raúl bajaba al vehículo por un mazo para abrir la puerta, pedía refuerzos por el micro que tenía en su uniforme. Daba fuertes golpes en la cerradura, la puerta se abría. El escenario era aterrador. Pérez en la cocina encontraba tres cadáveres; Raúl hallaba cuatro, uno de mayor edad en el pasillo con una pistola en la boca, y otros tres cuerpos muertos que estaban en las camas. Él se acercaba con precaución al cercano cuarto de baño.—¡Pérez, llama a criminología; y a una ambulancia!—. Las gotas de sudor caían sin control por sus mejillas. La puerta del baño estaba cerrada. Escuchaba un sonido semejante al respirar de manera profunda y entrecortada. Pegaba una fuerte patada a la puerta, apuntaba con la pistola a un delgado cuerpo sentado en el suelo con las piernas flexionadas y la cabeza apoyada en sus rodillas. El pelo era largo y rubio.—No se mueva por favor—, tartamudeaba el agente. El cuerpo espasmódico tiritaba de pánico, hacía sonidos extraños. El agente soltaba el arma e intentaba tranquilizarla, le acariciaba el pelo y procuraba sosegarla. Aún no le veía el rostro. La cogía en sus brazos, y Mai perdía el aliento.

Treinta años pasaron, Mai volvía a el barrio y señalaba al quinto piso. Le susurraba al oído unas palabras a su hija.—Aquí me salvó la vida papá—.

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