El Conventillo De La Paloma

El Conventillo De La Paloma

Picky A.

10/09/2018

La Partida

En un proceso que duró más de un siglo, miles de personas de origen español decidieron probar suerte en América.

Los barcos que los llevaron a través del océano transportaban algo más que escasas pertenencias. Todos iban cargados de esperanzas. Familias enteras asumían la travesía, hacinadas en camarotes, literas y compartimentos de 3era clase.

Mi abuelo; José Arguelles, un asturiano de gran temple, fue uno de esos soñadores.

Subió al barco portando un pequeño bolso pero llevando algo grande a cuestas: cientos de sueños de una vida mejor en esas tierras lejanas.

Diarios, cartas y sellos postales, intercambiados con amigos desde Buenos Aires, lo alentaron a lanzarse a esa épica aventura.

Gracias a que la realizó, hoy puedo contar la historia de mi familia.

La llegada

El arribo al Puerto de Buenos Aires los encontró a todos abarrotados en la cubierta. Deseosos estaban de conocer el famoso Río de la Plata, aunque sus aguas distaban de ser tan claras como ese metal. Descendieron a los empujones. Parecía que si demoraban un minuto, el barco los devolvería a España.

El lugar elegido para pernoctar fue el Conventillo de la Paloma.

Vestidos todos con sus mejores ropas, acicalados como gatos, enrulados sus bigotes, y con sus infaltables sombreros, se tomaron una foto en la entrada.

Adentro sonaba una melodía con sabor a tango mezclada con gorjeos y arrullos de palomas. Las aves, formaban parte del inquilinato.

Francesca

La vida en el Conventillo no fue fácil. En la vivienda había todo lo malo que se puede encontrar en un lugar inhabitable; falta de agua y cloacas, pisos de tierra o de baldosas rotas que cuando llovía eran puro barro. Ratas, suciedad, hacinamiento y enfermedades.

Lo único bueno que mi abuelo rescató, fue la gente solidaria que padecía sus mismos males y el tango. Aprendió a bailarlo incluso a tocarlo en su violín.

Una de esas noches -cuando se armaba la milonga a la que asistía gente de otros conventillos-, conoció a mi abuela; Francesca Asinari.

Ella, había llegado en otro barco; El Sirio, desde Génova, meses atrás.

Así, entre notas, compases, negras, blancas, corcheas, violín y tango nació el amor. Se casaron y en pocos meses comenzaron a nacer sus hijos uno tras otro. Fueron tres.

Epidemia de Fiebre Amarilla

La alegría familiar duró pocos años para mis abuelos. La peste amarilla desembarcó en la capital en enero de 1871. Los más afectados fueron las personas que vivían en los conventillos dadas las pésimas condiciones de salubridad.

Además, carecían de agua potable, medicamentos y médicos. Los ricos estaban primero.

Todo parecía indicar que los transmisores habían sido traídos en un barco procedente del Paraguay y en la ciudad de Buenos Aires encontraron sitios propicios para reproducirse en los charcos y pantanos de las zonas cercanas al puerto, ensañándose con las barriadas populares de San Telmo y Monserrat.

Los primeros casos mortales se dieron en las casas de inquilinatos de Bolívar 392 y Cochabamba 113. Este último era el Conventillo donde vivían mis abuelos.

Los niños y mi abuelo no se contagiaron. La abuela Francesca si y fue mortal…

Pasaron diez años para que el doctor Carlos Finlay ( apodado Dr mosquito) expusiera su tesis en un Congreso de La Habana demostrando que el vector causante de la enfermedad era un mosquito y que el mal no se contagiaba de persona a persona.

Pero, por aquellos días, frente a la ignorancia, cundió la histeria y se culpó a la pobreza.

Creció la xenofobia contra los inmigrantes, en particular contra los que habitaron los conventillos. La fiebre amarilla, llamada así por la ictericia que viraba el color de los enfermos, se extendió por los barrios populares. Los hospitales colapsaron y hubo que fundar un nuevo cementerio: La Chacarita. Las víctimas eran transportadas en el “tren de la muerte” que tenía como locomotora a la legendaria Porteña. Partía de la actual esquina de Jean Jaurés y Corrientes y llegaba a destino con sus tres vagones cargados de muerte…

Éxodo

Arrastrando sus bártulos, sus penas, sus huérfanos y algo de dinero ahorrado, mi abuelo partió hacia un pequeño poblado del interior del país huyendo de la peste. Solo llevó consigo como recuerdo del Conventillo, una jaula llena de palomas.

El pueblo era una gran avenida con algunas casas bordeándola. Como cada lugar, tenía una plaza central, la capilla, el destacamento policial, la alcaldía, una pensión de mala muerte, y un almacén de Ramos Generales.

Se alojaron en el único lugar disponible. Ese mismo día, dejando los niños a cargo de la dueña del hotelucho, salió a buscar trabajo. Había nevado, y el pueblo parecía desértico. El aire helado le calaba los huesos. Pero no le importó. Se calzó su boina, preparó su pipa, y vistiendo sus mejores trapos se apersonó en el lugar.

Debió caerle en gracia al dueño porque lo tomó en el acto. Su carácter alegre, su inteligencia y su violín, lo volvieron popular. En menos de lo que canta un gallo, se convirtió en socio.

Pudo comprar una antigua casona y tomar una institutriz para sus hijos. Nunca volvió a casarse…

Asturiano, seductor, y amable, pero de carácter cabrón, hizo estudiar a sus hijos lo que él quiso:

-Margarita: ¡Tú serás profesora de música!

A los varones, a modo de orden, envuelto en el humo de su pipa mezclado con su barba canosa les dijo:

-¡Manuel; serás abogado! ¡Te ocuparás de defender nuestros intereses!

-¡Joaquín; serás agrónomo ¡Te encargarás de los campos!

Los años pasaron y el almacén de Ramos Generales se hizo más grande mientras el poblado crecía. Hasta tuvieron un verdadero hotel: El Mayo, y una tienda: La Argentina.

Como gobierno del pueblo, un Triunvirato ejercía los tres poderes. Pero la gente reclamó elecciones.

¡Ya era hora!

Y la ciudad tuvo su primer alcalde: Don José Argüelles.

Cuando mi abuelo murió, cientos de palomas, entre gorgeos y zureos surcaron los cielos.

De fondo, la melodía de un violín acompañó el cortejo…

Nadie lo tocaba.

¿O si…?

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