Mi madre era muy exagerada y no estaba tan mal como ella decía. Me recibió con reproches hacia mi hermana Matilde y a mí.

-Me avisó Genoveva y he venido lo antes posible -dije a modo de saludo.

-Has tardado tanto que casi no me encuentras, pero no esperaba otra cosa de tí. ¿Te ha dicho algo más Genoveva?

Genoveva, sentada en un sillón que había al fondo, negó con la cabeza.

-Siento haber llegado tarde, mamá.

Bueno, ya no tiene importancia. Tú -dijo dirigiéndose a Genoveva- ayúdame a vestirme.

Genoveva se lavantó pesadamente y fue al armario. «Qué vieja está» pensé yo.

Genoveva empezó a trabajar para mi madre cuando nació mi hermana Matilde. Siempre había estado con nosotros, era como la sombra de mi madre y a mí siempre me cuidó con cariño. ¿Quién hubiese aguantado a mi madre durante tantos años? Solo ella. Pero creo que ya no aguantaba más.

-¿De tu hermana sabes algo?

-No mamá. Apenas sé nada.

-Bien, cuando la veas, le cuentas que el cabrón de su padre ha muerto.

Mi madre hablaba muy mal ultimamente, con grosería y humillando, y no me parecía bien que hablara así de quién fue su marido.

De pronto apareció una mujer con bata blanca y se dirigió a mí.

-Soy la doctora García. Salga fuera, por favor.

Salí y me quedé cerca de la puerta, sin saber que hacer, quieto, como un poste, hasta que la voz de la doctora me sorprendió por la espalda.

-Su madre debe controlar el azúcar. Ya la he explicado que la diabetes puede ser fatal-, y se fue por el pasillo, sin apenas tocar el suelo.

Mas tarde llevé a mi madre a su casa con Genoveva y yo me fuí a la mía.

Me senté en el sofá con una cerveza en la mano, haciendo memoria sobre mi padre, pero los recuerdos eran escasos. Hacía mucho que no lo veía ni tenía noticias de él. Solo recordaba vagamente, algo que sucedió cuando yo era niño.

Mi madre, además de seria, seca e intransigente, era muy devota y, para mi Comunión, encomendó la catequesis a la señorita Basi. La señorita Basi era muy simpática, muy educada y -también- muy religiosa.

Mi madre estaba encantada con la señorita Basi. «Es tan fina», decía a sus amigas. Aparte de sus honorarios, mi madre la obsequiaba con frecuencia.

Faltaba poco para el día señalado y mi madre me llamó a la cocina.

-Toma Keko. Lleva esta tarta a la señorita Basi. Dile que la veré mañana. Ten cuidado, no la aplastes.

Me acerqué al aula donde siempre estaba la señorita Basi. El resto de profesores y alumnos, hacía rato que se habían ido. Por el corredor escuché voces y cuando me acerqué pude distinguir la voz de mi padre.

-No puedo contenerme Basi. Estoy loco por tí.

-Pero Pedro, cariño, puede vernos alguien.

Ese alguien, sin proponérmelo, fuí yo. Recuerdo que lo que más me impactó fue la carne blanca, lechosa y abundante de la señorita Basi, que mi padre estrujaba con sus manos. Salí corriendo.

No me acuerdo de que sucedió con la tarta, ni hacía donde corrí. Nunca dije nada a nadie y nadie me preguntó nada. Con el paso de los días llegué a pensar que aquello que había visto, no era más que un sueño.

Poco tiempo después se produjeron cambios en mi casa. Ya no poníamos la radio a la hora de la comida. Mi madre se volvió más intransigente, si cabe. Antes no decía palabrotas y ahora soltaba tacos sin parar. Mi padre llevó parte de su ropa a la salita de estar y allí se encerraba. A Genoveva se la notaba preocupada y alerta y, mi hermana Matilde, ya no me dejaba entrar en su cuarto. Me encontraba solo, pensando que era culpable de algo, pero no sabía de qué.

Una mañana, antes de levantarme, oí voces. Eran mi madre y mi padre discutiendo en su alcoba, luego siguieron unos golpes apagados.

Durante el desayuno, mi padre cruzó el salón hacía el recibidor. Junto a su ojo derecho se advertía un moratón. Cargaba una vieja maleta y se fué en silencio.

Apenas recuerdo más cosas. Quizá a mi cabeza le cuesta recordar o no pone interés. Me entristece volver al pasado y otra vez me siento solo, aunque no puedo decir que eche en falta aquellos tiempos. Mi hermana se fue de casa antes de los dieciocho y mi madre decidió que yo estudiase en el extranjero. «Allí los profesores son más decentes» decía.

Ultimamente, solo se de mi madre lo que Genoveva tiene a bien contarme de tarde en tarde. Su última llamada ha sido hace pocos días. «Ya estoy cansada y quiero volar» me dijo, y me contó una idea. La idea de Genoveva me pareció estupenda. Ella se ofreció a realizarla y yo me comprometí a comprar los polvos que ella me indicó.

Hace pocos días hemos enterrado a mi madre y Genoveva ya estará volando. Espero que no se estrelle.

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