La fresca mañana auguraba una lluvia de Bendiciones.

Nada podría salir mal. Nada tenía por qué salir mal.

Al abrir la ventana, la exquisita brisa matutina, con minúsculas gotas de agua y olor a tierra mojada, inundó la amplia y pulcra habitación, dando lugar a que el dulce aroma de las gardenias y los geranios del jardín, impregnara el hermoso recinto.

Permitiendo que la mañana bañara con su frescor su límpida cara, y abrazara su crecido vientre, abrió, como ya se había acostumbrado a hacerlo durante su rutina matinal, el pequeño poemario, solo que en esta ocasión, aquella flor, ahora ya seca, cortada el día que nació su pequeña hacía casi dos años, y que le servía de marcapágina, remontó el vuelo convertida en una delicada mariposa, dejando tras de sí una estela de Esperanza. Buen presagio, pensó.

Mientras tanto, un receptor Hi-Fi, reproducía Claro de Luna de Beethoven, sin duda, su melodía predilecta.

De pronto, una fuerte contracción hizo estremecer su frágil cuerpo.

La espera había terminado. Tenía ya que asistir, con celeridad y alegría, al encuentro con su destino. Su nuevo y dulce destino.

Ese bendito día, su corazón, una vez más, se dividiría en dos, dejando que una pequeña parte de su ser diera lugar a una nueva vida … a un nuevo Amor.

Con la ayuda de su esposo, abordó el auto que le llevaría al hospital. Aquel lugar al que solo se arribaba con ilusión en momentos como estos, cuando ingresaban dos y salían tres, enarbolando un inconmensurable trofeo de Amor y gratitud a la Vida.

Dándole un beso en la frente, coronada por minúsculas perlas de sudor, su esposo le acompañó hasta la sala de parto.

Estrechó la mano del médico a cargo, y con un fuerte apretón, reiteró la confianza en él depositada, al poner en sus manos el ser más valioso que poseía … o más bien, los dos seres que en ese momento más necesitaban de él, sin olvidar, por su puesto, a su pequeña hija.

Ella ingresó a la blanca y fría sala de parto, y aunque intentó elevar una oración de agradecimiento y súplica de Bendiciones, solo alcanzó a musitar «Padre Nuestro que estás en los cielos…”, antes de que la anestesia hiciera su parte.

Él, aguardaba impaciente en la sala de espera. No apartaba, ni por un segundo, su vista de aquel tablero electrónico, donde una luz rosa o una azul se encendería de un momento a otro, anunciando la llegada de un nuevo ángel a su vida.

Transcurrieron así varios minutos, que a él le parecieron horas, cuando por fin la luz azul se antepuso a la rosa, devolviéndole, en un instante, el alma a su estresado cuerpo.

Necesito hablar con usted.- Espetó el médico pediatra.

Su rostro denotaba dolor y desasosiego.

Esto no puede ser cierto. ¿Está usted seguro?

La vida nos presenta en ocasiones caminos sinuosos hacia nuestro destino.

¿Será posible que mi Dios nos haya abandonado así?, pensó el hombre.

Salieron del hospital abrazando una nueva vida, así como a el Amor … y a la desilusión.

Pareciera que en lugar de haber tenido un hijo, les hubiera sido robada una ilusión.

Sus almas dolidas despertaban, cada día, a una nueva rutina que el destino implacable les había impuesto, sin pedirles siquiera anuencia alguna.

Sus ojos se secaron al no tener ya más lágrimas que llorar. Sus rodillas se escaldaron de tanto rozar el suelo, implorando misericordia. Sus plegarias escasearon y sus oraciones se olvidaron. Pero lo que era peor; su Fe se debilitó al grado de desterrar de su hogar, cualquier imagen religiosa que les recordara aquel inmisericorde, pero sobre todo, inmerecido designio divino.

El trinar de las aves que por las mañanas visitaban el balcón de su aposento, fue acallado auyentándolas, pues mataban los escasos momentos de descanso que tenían, tras largas noches en vela, tratando de mitigar el llanto de dolor de aquel ser que había llegado a transformar sus vidas.

El aroma de las flores y la brisa matutina, así como el delicado olor a tierra mojada que antaño perfumaba su habitación, les causaba ahora alergia, al no contar ya con lágrimas que enjugaran sus ojos.

La música, que en sus felices días alegraba su aposento, fue totalmente erradicada, al grado de arrinconar en el closet todo equipo capaz de reproducir este, «el menos molesto de los ruidos», como ahora le llamaban.

Sus vidas se transformaron por completo, viendo ahora negro lo blanco, oscuridad en la luz, tristeza en la alegría, odio en el Amor …

Todo era oscuridad en la casa …y en sus vidas.

Transcurrían, sin piedad, los minutos y las horas, los días y las semanas, los meses y los años, hasta que una mañana, por serendipia, vieron en el brillo de la mirada del pequeño, la luz que habían perdido, y en su risa, la música olvidada.

A partir de ese día, entendieron el designio divino como un privilegio, y cayeron de rodillas arrepentidos por no haber podido asimilar, desde un principio, la lluvia de bendiciones que sobre ellos se cernía.

Volvieron a llorar, pero ahora sus lágrimas eran como diminutos diamantes de agradecimiento por tan inmerecido privilegio.

Volvieron a sonreír, y ahora lo hacían ante todos los pequeños dones de que la vida les había provisto.

La música volvió a inundar la casa, pero esta vez no requería ya ningún tipo de aparato reproductor, emanaba ahora sola, como brote de manantial, del corazón y del alma misma.

Las aves, que por las mañanas visitaban su jardín, eran ahora como pequeños ángeles que acudían a rendirles tributo.

Su Dios, vapuleado y ofendido, era en realidad misericordioso y piadoso.

Nunca más vieron lo negro ni lo triste, el odio ni el desamor.

Se abrazaron como nunca antes lo habían hecho y lloraron. Lloraron mucho, pero esta vez eran lágrimas de felicidad y gratitud las que emanaba de sus ya desgastados cuerpos.

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