Todo empezó aquel verano. Mi instituto había planeado el primer año de intercambio al extranjero y mis padres pensaron que sería una buena idea ir.
Yo no quería, ninguno de mis dos mejores amigos iban a ir, les parecía aburrido.
Y podría jurar que son una de las peores vacaciones de mi vida si no fuese por ella.
Ella hablaba genial español. Era una chica muy… especial.
Le gustaba aprender, su mente siempre estaba funcionando.
Su cara era pálida, redonda y achuchable.
Su pelo era de un negro carbón único, recogido con uani coleta alta.
No usaba apenas maquillaje y su cuerpo era normal… Era perfectamente normal.
Era alguien muy inocente, muy pura, muy frágil.
Alegre y cariñosa, aventurera, te sacaba una sonrisa cuando era algo imposible hacer una mueca.
Supongo que por eso me enamoré de ella tanto… O por que era la única persona allí con quién podía entenderme.
Recuerdo cuando nos besamos por primera vez.
Me llevó a una pequeña playa cerca de su casa.
Nos sentamos en la blanca arena y contemplamos las olas. Su ir y venir.
Contemplamos el sol, su caída.
El cielo tenía un color anaranjado y brillante, inigualable.
—Éste es mi lugar favorito. Es donde vengo cuando me encuentro desanimada o necesito pensar.
Estábamos solas, no había nadie en la playa.
Yo la miré, estaba diferente… Más de lo normal.
Callada, mirando al mar evitando mis ojos, clavados en ella.
Estaba así desde aquel día.
—Lauren, creo que necesitamos hablar… Me siento mal por lo de la otra noche.
Ella me miró, se le notaba nerviosa.
Aquella noche nos marcó a las dos y es que, un día de tormenta de verano, decidimos dormir juntas.
Las camas eran algo estrechas, así que era imposible no tener nuestros cuerpos pegados.
Decidí posar mi brazo en su cintura, por comodidad… Por que deseaba esa gran comodidad.
Ella estaba inmóvil, así que le pregunté si se sentía incómoda y me respondió que no.
Tenía la camiseta algo levantada, mi mano colgaba de su cintura y el acto involuntario de mis dedos rozaron su dulce piel.
Ella me cogió de la mano y se acurrucó más a mí.
Y no sé si fue la tensión de aquel momento, el momento en sí o la necesidad de no querer soltarla nunca, pero se lo susurré al oído.
—Lauren…
—Dime.
—Yo… Me gustas mucho.
Ella asintió y tragó saliva, creo que ambas estuvimos despiertas durante toda la noche.
Ella no me respondió, simplemente volvió a mirar el mar.
Me enfadé, me enfadé mucho.
No intentaba solucionar nada, simplemente lo ignoraba.
—Lauren, no puedo seguir así… No quiero. Me gustas muchísimo y puede que yo a ti no, y te respeto. Pero me niego a pasar el resto del mes así. Está bien, somos jóvenes, demasiado quizá y aún no sabemos lo que somos, pero… No sé, quiero probarlo, quiero saber lo que soy.
—¿Crees que yo no? Claro que me gustas, y mucho. Y eso es lo que me asusta. Puede que esto sea por el tiempo que pasamos juntas, por entendernos como lo hacemos… Te he cogido demasiado cariño.
—¿Entonces?
—Claro que me gustaría intentarlo, pero… Tú no estarás siempre. ¿Qué nos espera? ¿Hablar por Skype y mandarnos mensajes por Whatsapp? Cada una tiene su vida y las nuestras, por ahora, no son compatibles.
Me dolía saber que tenía razón. Yo me iré y ella, estará aquí siempre… Pero me daba igual.
Quería intentarlo por todos los medios, quitarme esa duda de encima, decir lo que soy y lo que no y quería hacerlo con ella.
Así que nos levantamos de la arena para irnos a casa, era casi de noche, y cuando se dirigía rumbo al puente de madera para salir de la playa, la cogí de la muñeca.
Ella, se dio la vuelta y me miró a los ojos.
Estuvimos así minutos, yo agarrando su muñeca con toda la fuerza del mundo, ella dejándose.
Lo único que se oía era el ruido de las olas romper y nuestras respiraciones, cada vez más agitadas.
Le solté la muñeca, la dejó caer, no intentó quedarse enredada entre mis dedos una vez más.
Y cansada de tantos juegos, de tantas dudas con solución ignorada, posé mis manos en su cara y me lancé hasta que sus labios y los míos se unieron.
Y fue algo… Indescriptible
Estuvimos así, alternando de beso en beso, hasta que el sol desapareció por completo y la luna le tomó el relevo.
Desde entonces, todo cambió.
Hacíamos lo posible por dormir juntas, salíamos a todas horas…
Nunca llegamos lejos, ninguna se sentía preparada para eso, aunque lo intentamos y llegamos a quedarnos en ropa interior varias veces.
Los complejos la frenaban, y a mí, el miedo de no hacerlo bien, de saber que era demasiado pronto para aquello y de sentir que mi cuerpo quería hacerlo de verdad.
Pero agosto acabó y el día de la despedida llegó.
Me acompañó al aeropuerto junto a sus padres, tenían que esperar a su hermana, así que nos despedimos lo más rápido y mejor posible.
Me cogió de las manos y me miró a los ojos.
—Sé que va a sonar muy cursi y puede que parezca una loca, somos muy jóvenes, pero… Te quiero, mucho. Y sí, es pronto para decirlo pero creo que es necesario. No quiero que esto se quede en un amor de verano, quiero seguir en contacto, aunque solo me envíes un «hola» o un «que tal estás». Y puede que nos cansemos a los dos días, pero quiero intentarlo… Prometeme que lo intentarás.
La miré a esos ojos color miel, llenos de esperanza, hambrientos de un «sí, lo intentaré» o un «te quiero». Incluso puede que de un «no voy a irme de tu lado».
En ese momento, solo estábamos ella y yo. No había avión de vuelta, no había un «hasta pronto».
Tragué saliva, respire hondo, y le pronuncié esas palabras que ambas tanto anhelabamos.
—Te lo prometo.
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