Si a un niño le dices que algo no se hace, sabes que no te hará caso, y estás vigilante. Si se lo dices a un hombre hecho y derecho, confías en su madurez. Pero Martín, como el niño que era, me buscó las vueltas.

La policía me dijo que no lo buscaban hasta que hubieran pasado veinticuatro horas de su desaparición. ¿Hace solo cinco?, dijeron mirándome y sonriendo, los dos policías detrás del mostrador de la comisaría. Que si quería irse, pues que se podía ir, que Francia era la tierra de la libertad, enfatizaron. Eso pensó Martín, que estaba en la tierra de la libertad, y se escapó. Las mismas risas y miradas cómplices en los puestos de crêpes y bocadillos, y en los bares de Pigalle donde pregunté. En la foto se veía a Martín en el grupo al que doña Margarita, una maestra jubilada, daba clases nocturnas para adultos.

–– Doña Margarita se ha empeñao en que tenía que salir, que pa qué quiero los cuartos, que no tengo hijos a quien dejar los dineros–– me dijo cuando me acerqué a la barra a tomar un café, en la primera parada del viaje.

–– Ponga otra copita, aquí, al joven–– pidió Martín. Era un hombre corpulento, de voz recia, manos robustas y cara estriada por el sol y los vientos.

–– Un café––rectifiqué ––. No puedo beber, soy el guía.

–– O sea, que usté es el que manda.

–– No mando nada.-–– Me reí removiendo el azúcar––: Soy el responsable de ustedes en este viaje.

–– Lo que yo digo. Le veo a usté mu formao, mu dispuesto. Yo no he viajao ná. A la capital a hacer papeles y al médico. Y mucho me parecía––. Se tomó su coñac de un golpe.

El chófer con el que hacíamos Paris la nuit,  al hacer un giro, rozó el Peugeot de un belga, en mitad de la Place Blanche, frente al Moulin Rouge. O sea, en el corazón de Pigalle, un apacible y laborioso barrio de día, y un muestrario de placeres carnales, por la noche.  Nada de partes amistosos, que venga la policía, dijo el conductor belga. Que nadie abandone autobús, inquirí entonces. Los pasajeros se agolparon en el lado del autobús desde donde siguieron atentos la discusión entre el chófer, el belga, y yo. Al bajarse, el chófer debió dejar su puerta abierta. Por allí Martín se escabulló, a espaldas del resto de viajeros.

Deduje eso horas después, cuando Margarita entró en mi habitación y me dijo que  Martín no estaba en el hotel; lo habían buscado para jugar una partidita, y no aparecía. El portero del hotel no lo había visto; los demás compañeros tampoco. Tenía que salir a buscarlo. Firme candidata a un síncope, ni pensar que Margarita me acompañara como me pidió;  ni mucho menos decirle que, seguramente, Martín se había ido de putas. Me juró guardar silencio y me entregó la foto del grupo. 

Pregunté a proxenetas y prostitutas, a turistas y curiosos, y a vendedores ambulantes, que poblaban la madrugada de la Place Blanche. No lo habían visto. Me acerqué a la misma patrulla de policías franceses que mediaron en el accidente; y me enviaron a la comisaria en la que tuvo lugar la escena que ya les he relatado. Cansado de deambular, me senté en un bistró; pedí un café. Le mostré la foto al camarero. La miró. “Por lo menos este no se ríe”, pensé. Me miró desconfiado. Le expliqué que no era policía ni un chulo que buscara ajustar cuentas: era el guía de una excursión de españoles que pasaban sus vacaciones en París. Il est perdu. insistí. Entonces si que se carcajeó.

Puse cincuenta francos sobre la mesa que pagaban con creces el café.

–– Oui, Monsieur, bien sûre––. Tomó los billetes y señaló un callejón.

Media hora y varias invitaciones a pasar la mejor noche de mi vida después, encontré a Martín, sentado en un escalón como un niño asustado. Levantó los ojos humedecidos:

–– No me diga usté .

–– Estábamos preocupados.

–– Mi vecino, que se cree mu formao, pero que luego no sabe , me dijo Martín, que en Francia, las mujeres lo hacen y no pasa , que no es como aquí. Que allí no hace falta el sacramento, si quieres desahogarte. Yo no me he rozao con ninguna, sabe usté.  Que abrieron un puticlú a la salida del pueblo y allí iban todos, un gentío. ¡Y que iban a regar la parcela, le decían a la mujer! Yo no fui nunca.

–– La pobre doña Margarita…

–– … Calle, usté, que es una santa. Yo soy de prontos, que ya me lo decía mi mujer, que te pierden los prontos, Martín. Vi  a esa muchacha, oiga, que no había visto yo una igual. Estaba apoyá en la esquina donde nos dimos el golpe…

–– Y le dio el pronto.

–– ¡Qué hostias! Que se la veía que era de la vida y como estoy viudo, me dije: venga, que no te has visto en otra. Me sacó bien los dineros, ni un café me ha dejao––. Sorbiéndose las lágrimas, continuó––: Me subió a un cuarto con luces colorás,  y se puso a lavarse en esa pila que yo pensaba que era para lavarse los pies. Que eso ni es decente ni es , que mi mujer y yo hicimos un cuarto de baño nuevo en la casa y, gracias a Dios, en tres años no tuvimos que usarlo; solo cuando se me puso mala y perdía sangre.

–– Siento mucho lo de su esposa.

–– Si se lo cuenta a alguien, lo rajo. ¡Cómo hay Dios, lo parto en dos! –– Su mirada era la de un hombre. Explotó––: Cuando la tía acabó de fregarse, se giró. ¡Hostias, tenía un rabo más grande que el mío. ¡Cagüen, era un tío!

Sellamos nuestro pacto de silencio con una copa de coñac. Pagué yo.

FIN

martin-escape-paris1.jpg

ALEDAÑOS PLACE BLANCHE. PIGALLE, PARÍS

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus