Tan sólo estaba pendiente de sus pasos y rezaba porque cambiaran de dirección, unos pasos que calzaban un treinta y dos, de bonitos zapatos de piel desnuda, curtida, hecha a las inclemencias de los últimos coletazos del monzón. Pero no, no la cambiaron, iba directa a las orillas del río sagrado, a lavar con esmero el plato con el que tan feliz se había tomado su ración de arroz para cenar.

Lo tenía bien aprendido y minutos después se cepillaba con tesón los dientes, aprovechando el espacio entre un faquir refrescándose los pies y una madre de familia aclarando un shari. Se esforzaba, tenía que estar reluciente para seguir vendiendo a más turistas, los collares que ya habían intentado sus amigas y ella que adquiriésemos nosotras. Desaliñada, con el pelo revuelto, y una camiseta repleta de jirones, a medio vestir, volvía para continuar lo que estaba empezado.
Al inicio del atardecer, nos habíamos sentado en unas escaleritas a una distancia prudencial del ghat, hervidero de los ya tan conocidos sepelios. Disfrazadas por la mañana de colegialas, llenas de ilusiones, por la tarde éstas quedaban en un segundo plano, se apagaban, como quien pulsa el interruptor antes de acostarse, siempre bajo la atenta mirada de su madre que nos observaba con sigilo. Pero esta vez, era diferente. Se nos habían repartido eligiendo cada una a su mejor amiga, y nos contaban; Denali quería ser médico, Lakshmi arquitecta, y mi treinta y dos profesora, Naisha, tímida para decir su nombre, pero generosa para mostrar la más increíble de las sonrisas, de ésas que te llevas en tu equipaje y luego encuentras entre tus cosas. Cada sonrisa esconde una historia, y ésta anunciaba un bienvenida a mi vida, bienvenida a Varanassi.
Y ya de noche, seguía pendiente de sus pasos y rezaba porque eligieran otra dirección.

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