La quietud de este momento,
te digo, me trae recuerdos.
Con mi abuela yo paseaba
en verano por su pueblo.
La quietud de este momento,
te digo, me trae recuerdos.
No se corre como aquí
allá en Cogotí.
://Es un pueblito lento
y está escondido//:
Está escondido siempre
entre unos cerros;
donde el queltehue suena
como gaviota.
Luna en el Chaguareche
plena aparece.


En el pueblo que alude esta canción, se criaron mi mamá y mi abuela. Cogotí 18 es parte de Combarbalá, la ciudad y comuna de origen y ubicación remota, con historia desde antes de la colonia. Allí nací y viví por un año y cuatro meses; por eso siento que ese pueblo es de mi abuela y de mi mamá, pero no el mío.


A pesar de la escasa edad, tengo recuerdos nítidos del viaje que nos condujo desde aquella soledad lejana y casi desértica del polvoriento y pedregoso pueblo pre cordillerano, al pulcro asfalto de Viña del Mar.


¿Cómo no recordar el ajetreo previo de los mayores, desde varios días antes de iniciar el viaje?

¿Cómo no recordar que la abuela empacó hasta las gallinas?

¿Cómo no recordar la tensión, por lo dramático del cambio?

¿Cómo no recordar la primera vez en una estación de trenes, con la cantidad de gente emprendiendo la misma aventura de abordar ese tren?


Todo fue por la búsqueda de mejores horizontes laborales para los grandes, y para el acceso a una mayor educación de los más chicos. Claro que en ese momento yo observaba sin entender, pero con la tranquilidad de ver en el tren a toda la familia conocida hasta entonces.


Ala distancia, me parece que en ese momento desperté de un sueño intermitente, porque desde ese instante, el hilo del recuerdo se fortaleció tomando conciencia para habitar perdurable en mi memoria.


Llegamos momentáneamente de allegados a una casa en Recreo. Recuerdo que al principio me quedé voluntariamente sin habla para los desconocidos. Me enojaba que me interpelaran, por más tiernos que fuesen sus halagos ¿Por qué se dirigían a mí con tanta familiaridad si yo no los conocía. La desconfianza fue espontánea respuesta a las nuevas experiencias; abrumadoras para una niñita de horizontes tan limitados y tan distintos, hasta ese entonces.


La tranquilidad plena llegó a mí, cuando tiempo después nos fuimos a Achupallas, un fundo de Viña del Mar, que fue loteado para transformarse poco a poco en una de sus poblaciones periféricas más pobladas, en general, por gente como nosotros, campesinos inmigrantes del propio país, en búsqueda de una vida menos afligida que la de ese entonces. Se buscaba la posibilidad de subsistir con un trabajo en la ciudad, en plena reforma agraria. Y de educar a los hijos más allá de la enseñanza básica que impartía la escuela rural.


La felicidad infantil de la que tengo plena conciencia, se gestó en Achupallas. Donde en ese tiempo me crié como una «cabrita del cerro», que perseguía mariposas a pleno sol, y descubría chicharras tomándolas como triunfo de la experiencia, para luego volverlas a la mata en las que permanecían camufladas. La que comía el fruto silvestre del quilo, que albergaba a las cuncunas con las que compartía el menú. También me gustaba observar a los renacuajos en las vertientes de agua o en los pozos del fondo de la quebrada desde donde se acarreaba el agua para el consumo; antes de que se urbanizara la población.


Amé el canto de los grillos y el de las gaviotas, que siempre me ha recordado al queltehue, que conocí en Cogotí. Y no puedo olvidar las experiencias rapaces de no respetar a las arañas, a las culebras o a otros bichos; por el prejuicio heredado de considerarlas alimañas, o como parte de esa división más o menos estrecha, de lo bueno y de lo malo, que definen las distintas culturas en que nos criamos.


Así como tampoco olvido que desde Achupallas sufrí el prejuicio solapado o directo, de ser paria, en esta cultura chilena tan diversa, como clasista. Pero, a largo plazo, los propósitos de mi familia, y el de otras tantas, de considerar el trabajo remunerado como fuente de ingreso y llave para una mejor educación de su descendencia, han sido propósitos cumplidos, para la suerte de una buena parte de nosotros.


Sin embargo, gracias a la amplitud de la educación que implicó el cambio, pude discernir que no es necesario partir, ni educarse más para ser alguien; como repetían los mayores. Somos desde que nacemos. Y cada historia nos otorga características distintivas, de las que no tenemos que avergonzarnos. Pero, también me di cuenta de que la educación sí nos da mejores armas para enfrentar nuestra situación, y tener la posibilidad de salir airosos de ella, por más adversa que sea.


Hoy no queda más que agradecer a ese giro de la historia provocado por el tesón de mi familia, porque aunque piense que de todas maneras habría terminado escribiendo y cantando, no sé si habría podido adquirir la comprensión que ahora tengo del mundo, desde Cogotí.


Con los cambios que ha experimentado el pueblo, tal vez eso sería la suerte de las nuevas generaciones; pero no de la mía.

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