Entre nubes y un puñado de cenizas

Entre nubes y un puñado de cenizas

Alejandra Salgado

08/09/2016

Era una cálida mañana de verano, el aire caliente se agolpaba alrededor del auto y se enmarañaba como un velo en lo alto de las montañas. Siempre me gustaron las mañanas nebulosas, pero aquí en Monterrey eran particularmente hermosas; bochornosas y a veces medio nubladas. Habíamos recorrido un largo camino desde la ciudad a las montañas, hacia ese lugar dentro pero fuera de todo llamado la Huasteca. El carro avanzó lentamente hasta internarse entre los altos picos que franqueaban lado a lado la carretera.

Otra vez me sentí cerca del cielo, la primera vez fue cuando viajé en avión y pude contemplar de cerca la nubes por encima de todo. Pero ahora estaba ahi, aquí y en todas partes, en ese paraje extraordinario y a punto de concluir mi viaje. Había elegido ir a Monterrey en vez de ir a la playa porque muy adentro mío sabía que tenía que ir. Hacía mucho tiempo me había hecho la promesa de volver y de visitar a mi mejor amiga. Una promesa que cumplía después de un largo trayecto llamado vida, después de tantos altibajos y pérdidas. Estaba cansada, hacía unos cuantos meses que había perdido a mi madre entre otras cosas. Durante mucho tiempo había estado indispuesta, alejada y perdida tratando de entender por qué. Y no era extraño que en el silencio de la montaña intentara ahogar esas voces internas, al principio me sentí muy sola; extrañaba a tantas personas y tantas cosas que el sentimiento de soledad se hizo inminente. Mi amiga conducía mientras me explicaba que los Huicholes creían que el ombligo del mundo se encontraba escondido entre las blancas montañas. Mi amiga detuvo el auto y bajamos para observar con mayor atención el imponente paisaje.

Caminé muy despacio entre las rocas y levanté la vista, una densa neblina descendía por los riscos y se escondía entre las cuevas. Últimamente me sentía atraída por los lugares altos; edificios y montañas. Aunque alguna vez le temí a las alturas, pero me bastó con viajar en avión y ver de cerca el cielo para vencer mi miedo. Entonces comprendí que a lo que le temía no era a la altura; era a la caída, y había llegado el momento de superar ese miedo. Por supuesto no es lo mismo estar arriba que estar abajo. Pero sin lugares bajos no habría lugares altos y la vida en sí misma es un extraño balance entre ambos y sin ambos no habría eso llamado perspectiva. Y nada quería más en la vida, en ese instante, en ese momento que estar arriba. Pero al plantar mis pies sobre aquellas rocas y observar las salientes escarpadas como navajas lo único que quise fui mirar. Mirar lo alto de la cumbre e imaginar lo que había por delante en ese camino. ¿Y si el ombligo del mundo en realidad se encontraba ahí? Tal vez estaba en el centro de la tierra, en el centro del universo. Respiré profundamente, el aire era tibio y las nubes comenzaban a disiparse.

Había recorrido miles de kilómetro y ese viaje en cierto modo me recordaba a la distancia que había recorrido a lo largo de mi vida. Llevaba varios días lejos de casa, viajando desde el centro del país hasta el Norte muy cerca de la frontera. Ahora estaba en Monterrey con un pie en la Huasteca y a punto de volver a casa. Me sentía triste, una gran parte de mi deseaba continuar e ir más allá de las montañas, entre parajes y desiertos. En casa me esperaba muy poco, mi habitación tapizada con viejas fotografías conservadas por costumbre, un gato de peluche y un puñado de cenizas. Nací y crecí en la ciudad de Puebla, un lugar alto a unos 2680 m. sobre el nivel del mar en su punto más alto. Una ciudad antigua con mucha historia custodiada por un celoso guardián llamado el Popocatepetl.

El Popocatepetl es un volcán activo cuya furia no se cansa de manifestar a través de exhalaciones de lava, vapor caliente y ceniza. No era extraño por lo tanto ver la ciudad cubierta de cenizas y respirar ese aire denso. Pero aquí en la Huasteca era lo contrario, el aire era caliente y sin ceniza. Todo era tan distinto porque así debía ser. No puedes avanzar cierta distancia en el mundo e incluso en la vida sin que algo no sea distinto. Así que viajé desde muy lejos para empezar a entender las distancias y los altibajos de la vida. Eso era precisamente lo que necesitaba al viajar: perspectiva. Aún me sentía algo triste, aún me esperaban las cenizas de mi madre y las del volcán. Pero si había llegado a esa mitad, al ombligo del mundo significaba que aún había más que recorrer entre puntos altos y bajos. La vista no era mala desde el punto más bajo, era solo que no había entendido la particular belleza de mirar hacía arriba y no hacía atrás. ¿Por qué estar abajo no puede ser tan bueno como estar arriba? ¿Por qué no disfrutar del instante sin importar la altitud, la latitud, la geografía o la temperatura? Reconocí, muy a pesar mío, que había dejado de disfrutar varios instantes. Había olvidado que la vida después de todo no se repite y no se detiene. Puede que haya perdido y dejado mucho en el camino, pero no lo había perdido todo. Entonces pensé, si le temo a la caída me pondré un paracaídas y aprenderé a planear en el cielo. Haría cualquier cosa menos detenerme.

Mi amiga y yo volvimos al auto. Yo estaba feliz de estar ahí y en compañía de mi amiga de la niñez. Ambas habíamos recorrido los mismos años aunque tomamos caminos distintos.

– No podemos quejarnos – me dijo camino al aeropuerto – La vida nos ha tratado bien después de todo – sonrió

– Sí – contesté – Y lo que nos falta por vivir…

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