Ha sido el azar lo que me ha llevado a El Burgo de Osma. Una llamada de un amigo, un curso, y de pronto el encuentro con gente llana que agradece siendo hospitalaria y mira al fondo de los ojos. He dejado el mar, mi mar, al sur, a muchos kilómetros, para penetrar en una tierra profunda que se abre junto a su río tan plasmado por Machado.
Vista parcial de la catedral de El Burgo de Osma.
Se me antoja mágico el encuentro con mi ayer, ahora que ya es mañana. Si la belleza es contraste, todo es contraste en las proximidades del Duero. Desde las longevas vides, al cereal, desde el sabinar y los enebros indestructibles a los huertos viejos salpicados por la vecindad de algún molino que ya no muele. Queda en este contraste la profunda huella de la tierra y de la historia salpicada con aromas de colores, miel, ovejas y tomillo.
Debió ser tiempo atrás cuando los lobos hacían de las suyas en su cañón, cuando en Ucero la gente pescaba truchas y se encaminaba rezar en San Bartolomé o a esconderse de sus sombras en la gran boca de la cueva vecina que asustaba hasta al mismísimo diablo camino de San Leonardo de Yagüe.
Si hablamos de historia, iglesia y estado, siempre necesarios, estuvieron presentes, con especial relevancia y quehacer de alguno de ellos como San Esteban de Guzmán o Don Álvaro de Luna y el Virrey Palafox, amén de los múltiples obispos de Osma que fueron consejeros, mentores y hacedores de muchas causas ganadoras o perdedoras en la historia de España. Valga recordar las perdedoras de Don Álvaro de Luna, de los comuneros, los indígenas del Nuevo Mundo y la de los carlistas, y las ganadas por los Reyes Católicos y por la Ilustración.
Allí he descubierto por qué Almanzor se hizo grande no muy lejos, camino arriba, hacia Soria y donde las leyendas narradas en boca de los paisanos son simples:
– Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos
donde no importa el perdedor, sino el realismo de los versos
– Que Dios bendice a los malos, cuando son más que los buenos
Fortaleza Califal de Gormaz. Mandada edificar por Al-Haquem II en el Siglo X
He sido moro y cristiano en Gormaz, amando, desde sus almenas y puertas, los colores de los campos tras las cosechas. Me he asombrado de girasoles cargados que ya no miran al sol. He encontrado gente que ama al terruño y te lleva a comer los mejores torreznos, aunque sea a media mañana, a la hora del café. He tenido encuentros con lo mágico en tantos sitios, en Berlanga, en Uxama, en San Esteban, en San Baudelio.
Tésera con forma de jabalí, encontrada en Uxama
En la ciudad celtibérica me he sentido otrora caudillo invicto, acuñador de moneda, respetado por un vecino que agradece mi hospitalidad con una tésera, limpiando las cisternas para que el agua llegue cristalina a los labios de mis hijos en verano y calme la sed de mis encantos ahora. En San Miguel he asistido a juicios justos de un vecino de San Esteban mientras el sol golpeaba los capiteles que hace meses los cinceladores perfilaban bajo la mirada del maestro.
Trepas por una palmera hacia el cielo. Oasis que promete lo divino en un mar de pinturas del pasado que expoliadas o robadas llegaron a menos, pero que reviven su grandeza entre columnas pequeñas e imposibles en San Baudelio. Soy ermitaño al fondo, en la cueva; participo y concelebro una misa con otros dos eremitas. Me persigno; ayer enterramos a uno de nosotros, famélico, agotado por las fiebres. Mientras, imaginario, recordando a Lorca, el jinete se acercaba tocando el tambor del llano, en las cercanías del Duero. El río, siempre ese río, alma, amigo, frontera de enemigos, vida que se pierde en el choque y rechinar de espadas y escudos.
Detalle de la Iglesia mozárabe de San Baudelio de Berlanga.
Me pisa ligeramente un francés con un – pardonne moi que no llega a mis oídos y
mientras un murmullo de asombro de una pareja recién llegada vuelve a sacarme
del éxtasis. – Paco, dice mi mujer, – aviva, se nos hace tarde, tenemos aún mucha Soria por delante.
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