Gélido. Malhumorado por el sueño postergado y pese al deber cumplido. El mecanismo natural de autodefensa había funcionado a la perfección y con un despiste de autoridades pudimos, junto a mi hermano, conectar seguros el vacío legal que separa Ciudad Bolívar de Caracas, el corazón en coma de la “Revolución bolivariana”.

A través de los años he leído numerosos artículos y crónicas mundanas sobre el aire cargado de nocividad en Pekín o Chernobyl. Pero aquí no hizo falta un reactor fallido o la multiplicidad de acciones individuales sumadas hasta el perjuicio. Acá, en la jungla de ideas desorganizadas, se escuchan tiros. Son las almas de los pobres, son producto del hastío. En este lugar la negligencia prima y el aire es denso, irrespirable; viene desbordado de silencio.

El Sol apareció presenciando nuestra búsqueda infructuosa de hostales u hoteles que permitieran sentar bases en esta desvencijada capital, cosmopolita solo por sus carteles publicitarios de marcas extranjeras y autos importados. El resto es desprecio por lo foráneo sumado a una hostilidad resentida hacia las oraciones que culminan con el signo de interrogación. Unas horas y discusiones más tarde estábamos naufragando en el subterráneo, ahí, donde se reúnen las almas que no tienen adonde ir, que marchan porque caminando las llagas duelen menos, donde la desconfianza reina hasta hundir cualquier gesto solidario. Todo para emerger apelmazados en el centro administrativo de la ciudad, foco principal de las antiguas manifestaciones ahogadas. Pero no latía, no pulsaba energía el otrora bastión de los renegados que no se resignan a regalar su dignidad en beneficio de unos pocos extraños, externos. Y al verme en medio de todo eso caí en la cuenta que era el mejor teatro disponible para el juego de “fingir ser – sufrir serlo”, solo la gastronomía local pudo salvarnos al inicio del round.

Vueltas en transporte a precios irrisoriamente bajos nos dan un pantallazo de las dos caras de la (devaluada) moneda. La foto mental de los supermercados abarrotados de gente haciendo fila sobre las principales arterias de la urbe, con los cerros plagados de hogares primitivos con el mínimo grado de bienestar humano dándole fondo a la tétrica escena. SECA. Encontramos hospedaje local en el aburguesado barrio de Santa Mónica siendo el agua caliente y el oasis de amabilidad los puntos más sobresalientes. CARA.

Pasarán los años, se secarán las décadas y el polvo sepultará los siglos, pero permanecerá inmutable el poder de la propaganda y las acciones políticas para plasmar una idea global y así poder dibujar cualquier escenario. En Caracas sobran estímulos visuales y sonoros para cimentar la idea oficial. Y lamentablemente, logra el cometido de alienar a los damnificados. Hay una escena que jamas olvidaré de esta metrópolis y es la religiosidad con la que cada venezolano contempla el firmamento en el momento que cortan el aire una decena de aviones militares, danzando una y otra vez sin rumbo y misión fija más que el de regar silencio, otra vez esa sensación, ese silencio y obediencia comparable al que sucede en plena celebración católica durante el tintineo de las campanas para enfocar la atención en el cáliz sagrado. Aquí la gente observa disciplinada los cuerpos de metal aerodinámicos e imagina la infinidad de finales para su mudo sufrimiento diario.

Los ciudadanos aguantan y callan; hacen de lo sórdido su bandera y adoptan lo terrible como admisible y cotidiano. Por suerte, cuando el Sol ya no quema y el techo cósmico deja ver sus lunares, el Rock and Roll acompaña las infaltables cervezas Polar en el Teresa Carreño, un centro de convenciones artísticas y punto neurálgico para el diálogo de opiniones y visiones sobre lo mal que suena ese silencio inquisidor, opresor y negador de verdades atroces. Es un alivio, porque cuando la juventud está en marcha, el cambio es impostergable.

CARACAS. VENEZUELA. JULIO DE 2015


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