Todos los veranos, a finales de agosto, me sentaba a su lado y me disponía a escuchar a Antonio que, con emoción y vehemencia, empezaba a hablarme de su próximo viaje. Siempre viajaba en noviembre, y siempre pasaba el verano preparando viajes espectaculares, a sitios muy muy lejanos, o muy muy refinados, o muy muy modernos. Pero este año fue distinto. Este año Antonio preparaba un viaje especial, a un destino especial. Iba a hacer el Camino de Santiago con Eva. Y aunque éste sería el viaje en el que menos viajaría, los ojos le brillaban con más fuerza que nunca.
Y cuando cuatro meses más tarde quedé con Antonio para un café y un relato de aventuras lo que me contó me dejó con el alma en calma.
Antonio siente que ha encontrado el camino.
Allí, entre millones de ocres hojas, sin más sonido que el de sus crujientes
pisadas sobre la tierra seca, supo que iba a encontrar algo que no iba
buscando.
Cada año en noviembre el chico más cool del
barrio planeaba junto a Eva viajes increíbles. Juntos habían subido al Machu
Pichu mascando hojas de coca y riéndose del vuelo del cóndor sin saber por qué.
Los dos al mismo tiempo habían dejado rodar por sus rostros lágrimas de emoción al ver la belleza de la bahía de Halong
navegando en el Emeraude en su viaje por Vietnam. Antonio y Eva se habían
bebido una botella del más exquisito champán francés en una cama king size del
mejor hotel de Abu Dhabi. Juntos conocieron el Taj Mahjal y se bañaron en el río
sagrado de los hindúes. Pero este noviembre decidieron que en este viaje serían
sus propias piernas las que les llevaran por la senda de sus sueños. Este año
no habría hoteles de lujo, ni restaurantes «in», ni maletas llenas de
ropa de diseño. Este año serían ellos dos y el camino.
Ninguno de los dos se iba buscando a sí
mismo, ambos sabían quiénes eran y se gustaban. Tampoco querían ganarse el
cielo, con disfrutar en la tierra les bastaba. Simplemente querían disfrutar de
la soledad en compañía. Y cargando las mochilas de risas y confidencias se
pusieron en marcha.
Sin embargo, la sonrisa se les heló en la
cara cuando vieron la señal. No fue una señal divina en forma de rayo de luz
celestial entre nubes de algodón, ni angelitos cantando las bondades del
Camino. Fue una señal del ministerio de Fomento anunciando los casi 800 km. que
iban a tener que andar. Se miraron con
cara de «esto se hace mejor en avión» y estuvieron a punto de tirar
las mochilas a la cuneta y volverse al hotel. Pero decidieron seguir hasta que
el cuerpo aguantase y empezaron a andar.
Atravesando bosques umbríos, caminando por
infinitas carreteras, subiendo montes y atravesando ríos, aprendieron que
también el silencio es bueno. Sus risas de todos los viajes anteriores se
convirtieron en sonrisas de paz y plenitud. Sus manos se juntaban solas
admirando la simple belleza de una ermita románica. Cuando los pies decían
basta, se sentaban en medio de la nada y charlaban de nimiedades, nada de
arreglar el mundo, ni sus vidas, ni sus almas. Les gustaban así, imperfectas,
llenas de altibajos, con luces y sombras, con alegrías y penas. Vidas llenas de
vida, almas llenas de dudas. Juntos sus cuerpos una vez al año, unidas sus
almas toda una eternidad. Juntos en el camino, juntos en la vida.
Y así, caminando pasito a pasito,
descubrieron que no querían descubrir nada, que lo único importante de la vida
es caminar al lado de alguien, disfrutando del camino, sin esperar revelaciones
ni milagros. Descubriendo que el milagro es cerrar los ojos y sentir que una
misma respiración sirve para dar aire a dos almas amigas.
Camino de Santiago. Inicio: tu mismo. Final: tu alma.
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