Mis abuelitos del hospital Mechnikov

Mis abuelitos del hospital Mechnikov

Hospital Mechnikov

Medellín – Bogotá – Lima – Habana – Terranova – Reikiavik – Luxemburgo – Moscú – Leningrado y, después de este económico y extenuante viaje vía Aeroflot, aterricé en 1973 en la última capital de los Zares. El estudio del idioma ruso me llevó a aquellas latitudes.

La inmensidad, la monotonía y la belleza de la estepa invernal, fascinaron a este nativo de los Andes tropicales. Viajar en línea recta por tren durante días, a través de níveas llanuras, era inconcebible para quien, como yo, creció entre montañas siempre verdes, conformadas por majestuosas irregularidades y múltiples vericuetos.

Buscando la vivencia del invierno ruso, algunos compañeros de estudio salimos al campo con menos veintiocho grados centígrados de temperatura. Mi tropical pecho contrajo una bronconeumonía.

Fui remitido al hospital Mechnikov, donde me asignaron una habitación compartida con dos rusos veteranos de la segunda guerra mundial, añosos, fortachones y simpáticos, que padecían severas cardiopatías. Pronto estuve refortalecido, aunque mi recuperación total requirió de un mes.

El apellido de uno de ellos era Novozhilov. El del “El Otro” no lo recuerdo. Novozhilov era alto y trascendental. “El Otro”, rechoncho y risueño. Novozhilov tomaba decisiones. “El Otro”, lo apoyaba. Novozhilov era un Don Quijote. “El Otro”, su Sancho Panza.

─ Camarada Novozhilov, usted tiene que dejar de fumar ─, le reiteraba tanto su médica, que por esta razón nunca olvidé su apellido. Pero él, era terco. Aún le deben estar repitiendo tal recomendación.

Me trataban como abuelitos afectuosos. Días después de mi hospitalización, “El Otro” me manifestó: “Norberto, no aguantamos más. Necesitamos beber. Por favor, sal a comprarnos tres botellas de vodka”.

─ No puedo ─, contesté, incrédulo.

─ No hay problema ─, dijo “El Otro”, ─ Novozhilov arregló todo. Habló con una amiga del hospital, para que te dejen salir. Debido a nuestras dolencias, nosotros no lo podemos hacer.

“¿Caminarán con el corazón?”, me pregunté, “porque lo demás, lo tienen muy bien”.

─ ¿Yo cómo puedo hacer eso? ─, inquirí asombrado.

─ No hay problema ─ continuó el anciano ─ Novozhilov tiene un abrigo adecuado para el caso.

─ ¿Qué? ─, abro desorbitadamente los ojos.

Novozhilov tomó un voluminoso abrigo ruso de invierno. ─ Te debe quedar grande, pero es mejor. Menos se nota el material a entrar ─, dijo, entregándomelo.

Me emperifollaron con él y me mostraron en su revés, en la parte de abajo, unos bolsillos ajustados a la forma de una botella de vodka.

La intriga de Novozhilov tuvo éxito. El médico me permitió salir del hospital. Para dar buena imagen del sistema que construía el comunismo, la nomenclatura se esforzaba en complacer a las personas venidas de países capitalistas, y eso lo tuvo en cuenta Novozhilov, cuando decidió que era yo, quien debía salir por el licor.

La primera vez traje el encargo a regañadientes. Salí, compré el matute, lo encaleté en el abrigo y, con inquietud, regresé al hospital. Fue más fácil de lo que supuse y aquella noche la velada resultó maravillosa. Las historias de los veteranos eran fascinantes. La gama de relatos, amplia. Desde los pavores del Frente, hasta el júbilo de la Victoria y la cotidianidad de pre y posguerra. Los días siguientes fui con gran gusto a comprar las provisiones necesarias para la tertulia etílica – hospitalaria nocturna. Con dos botellas bastaba. El primer encargo me lo hicieron pensando en que también yo iba a consumir, cada noche, una botella de vodka en cuestión de tres horas. Me negué por estar medicado.

Increíblemente, ellos no tenían esos escrúpulos. En sus relatos creí encontrar una de las causas para que no los tuvieran: con el fin de infundirles arrojo en la lucha, y resistencia al crudo invierno del norte de Europa, durante la guerra recibían una dotación diaria de alcohol etílico.

─ ¿Entonces el alcohol, como el invierno, es un aliado militar de los rusos? ─, osé preguntarles.

─ Esa creencia es simple propaganda. A los rusos siempre nos han querido invisibilizar y estigmatizar. Eso lo dicen quienes no nos quieren reconocer los méritos que tenemos como soldados, por haber definido la Segunda Guerra Mundial y tomado Berlín”. ─ refutaron al unísono.

─ Si las guerras se ganaran por estar habituados al invierno, nunca hubiéramos salvado a Europa de los mongoles, que venían de regiones aún más frías ─, aducían con vehemencia.

En adelante, noche a noche se empeñaban en convencerme de que la peculiar idiosincrasia y la profunda psicología del pueblo ruso, las creó, entre otras cosas, el hecho de saberse incomprendidos y su sensación de aislamiento. Los veteranos me dieron a entender que ellos, aunque racialmente, por origen, son casi vikingos, culturalmente son sucesores de un mundo que feneció: El Imperio Romano de Oriente. También me dieron a saber que, aunque la mayoría de Rusia es asiática, los rusos ni por cultura, ni por genética, son asiáticos; y que, estas son algunas de las razones, para que no se sientan ellos mismos, ni los consideren a ellos, del todo europeos.

Las tertulias continuaron durante más de veinte días, hasta mi alta del hospital. Todas las noches cerrábamos la puerta de la habitación después de la última ronda de enfermería, cada veterano bebía su botella de vodka y compartíamos interesantes y animadas veladas.

En los días yo leía. Leí entonces por primera vez “Cien Años de Soledad”. Mi manifiesto deleite al leer llamó su atención. Yo les traducía apartes de la novela. “En Colombia ocurren cosas insólitas”, opinaban. “No menos insólitas suceden en Rusia”, ripostaba yo. “¿O acaso es muy normal que dos ancianos enfermos graves, se emborrachen diariamente en el cuarto de un hospital, como lo hacen ustedes, esperando el infarto que los va a matar?”

La salida del hospital fue una triste despedida. En ella di a cada uno, un abrazo y un ejemplar de «Сто Лет Одиночества» (Cien años de Soledad).

FIN

Pintura de aldea rusa en invierno.

El joven risueño, barbado, sin gorro, es el autor de este escrito rodeado de rusos, en 1973.

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