PASADO PESADO

Cae el sol, la tarde  llega a  su fin. Se encienden las primeras luces de la ciudad. El sol se  refleja en alguna nube con  coloridos resplandores.

El calor se disipa, una suave brisa fresca llega desde el  sur y, allí  lo veo.

Empuja su carro con paso lento y cansino, su rumbo es incierto, caminando siempre con su cabeza gacha como mirando la punta de sus zapatos, desgastados por el tiempo y el incesante andar.

Toma por la calle de la plaza, seguramente para  dirigirse a la Iglesia  en busca de refugio,  cobijándose bajo  viejas arcadas del edificio.

Otras veces  busca el  amparo en la  pastoral ó en  la guardia del hospital para pasar su noche.

Todo en él es incertidumbre, nada hace para poder adivinar o imaginar su pasado, su destino o su pensamiento.  –Incógnita-  nadie sabe, ni siquiera él.

Miro su rostro barbado,  desprolijo, su  mirada apagada  y perdida,

su  cuerpo encorvado,  manos callosas, ropa holgada para moverse con libertad.

Así pasa a mi lado.

Inconcientemente lo sigo. Intento imaginar su vida., conocer las razones de su abandono.

 En  un momento le doy alcance, me sitúo a su lado. Me mira con curiosidad, esbozó una sonrisa. Se sorprende. Entonces, quiero dirigirle la palabra, pero es imposible, de inmediato vuelve a  su mundo interior y nuevamente se pierde en sí mismo. Es como si nadie habitara en el mundo, solo él. Me alejo, queda sólo, que se calme. Lo sigo a distancia.

A la mañana siguiente me levanto muy temprano y voy a la iglesia. Lentamente me acerqué y con voz suave lo invité que me acompañara a desayunar, su mirada, al inicio, fue dura, luego mágicamente se ablandó y con un susurro me respondió que aceptaba.

Ya en la confitería me pidió que nos sentáramos a una mesa ubicada en la vereda, y así lo hicimos. Se acercó un mozo para atendernos y lo saludó cordialmente, y le pidió que por favor le sirviera un café con leche y pan de campo.  No salgo del asombro, muestra en sus palabras una seguridad innata, son firmes y seguras.

Ya una vez servidos, quien lanzo la primera pregunta fue él: ¿Qué quiere saber de mí?

—Lo he visto muchas veces caminando por las calles de la ciudad, y siempre le he imaginado vidas, pues hoy que me permite preguntarle lo hare sin vacilación: ¿Siempre estuvo en situación de calle, o es casi reciente?

Sin dejar de saborear su café con leche y su pan con manteca, quedo en silencio por un momento y luego dijo:

—No me molesta su pregunta, lo que si molesta es la respuesta a esa pregunta, porque luego viene otra que más dura aún. Pero para evitarme ese momento de doble pregunta le responderé contándole la historia. Si tiene tiempo escuche o en su defecto no habrá una próxima.

Quede perplejo, nunca había esperado una respuesta así de mi invitado. Y le respondí:

—Hoy, si lo quiere, lo dedico para escucharlo.

—Tengo 54 años, hace más de cinco que estoy en situación de calle, al principio no imagine que así seria, un día salí a caminar y no regrese nunca más. La calle se convirtió en mi morada.

Me recibí de médico allá por el año, ni recuerdo cuando, ejercía en la Clínica Privada, una tarde llego a la guardia una niña de apenas 12 años de edad, víctima de un accidente, los residentes no quisieron hacer nada sin la presencia de un médico, y me llamaron para que asistiera a la persona accidentada. Cuando la vi en la camilla ya habían sido limpiadas las heridas y pude ver con claridad el cuadro que presentaba, una de sus costillas había entrado peligrosamente en el pulmón y comprometía su normal respiración, de inmediato ordene que fuera trasladada al quirófano y se le practicaran todos los estudios pertinentes y pidieran plasma al banco de sangre. Todo ocurría vertiginosamente, nadie preguntaba, nadie distraía su tiempo en lo que no hubiese ordenado. Ya en la sala de operaciones, saque pedazo de costilla del pulmón, había esquirlas diseminadas y la ubicación era peligrosa, pasaron más de cinco horas. Suture todas las heridas de su cuerpo, reconstituí una de sus manos y practique una cirugía maxilofacial en ella, ya que por producto del golpe la mandíbula estaba dislocada. El estado era crítico y nada prometedor, pero arriesgue enviarla a terapia intensiva, para controlar su evolución. Pasaron tres días y no había respuesta, siempre la fiebre estaba en su pico máximo, ordene una tomografía computada y el resultado fue que tenía una herida en el hígado y yo no la había visto. El desenlace fue la muerte de una niña por mi impericia. Abandone la clínica, los padres me denunciaron por mala praxis, acepte la culpa, fui preso y pague la deuda social. Mi familia me abandono, vendieron la casa y se marcharon no sé a dónde. Y al salir a la libertad viví la desesperanza. Lo poco que me quedo lo vendí y se lo done a la familia de la niña. Lo demás es historia conocida.

Guardo silencio y me miro fijo a los ojos, luego bajo su vista, envolvió en una servilleta un pedazo de pan, apuro el café con leche que quedaba en la taza, se levantó, y empezó a caminar lentamente, como si el peso del pasado pesara más que el del presente.

 Mario Dario Fuenzalida Delgado. 2016. ARGENTINA

 

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