La profesora afónica

La profesora afónica

La profesora solía quedarse afónica. Nunca contó con esta situación en sus sueños de juventud, cuando anotaba en una libreta cómo serían sus clases una vez pudiera ejercer la profesión: “no dictar listados de autores y obras”, “no estar todo el rato sentada”, “no hacer siempre lo mismo”; eran consejos que podían encontrarse escritos en los márgenes. Tomaba aquellos apuntes tan personales mientras observaba a los docentes que pasaban, una hora tras otra, por la tarima de aquel colegio de monjas. En el apartado de recomendaciones podía leerse: “Poner música en clase”, “conseguir que les guste la literatura” y otros deseos inalcanzables en aquel momento. La idea “sonaba” bien, pero allá por los años 80 era más un imposible que una realidad. Aun así, seguía anotando. Leer era lo que más le gustaba, y llevaba tres años con un cardo como profesora  que confundía aquel arte sublime con dictados de apuntes y más apuntes.

Pues bien, en este momento ella era el posible cardo. El tiempo había pasado y ahora se encontraba al otro lado de la mesa, encima de esa tarima que tanto respeto despertaba. La situación había cambiado. Un puñado de años mediaban entre ella y los que se sentaban enfrente. ¿Apuntarían también cómo mejorar lo que veían? ¿La juzgarían? Al principio tuvo que olvidar la empresa de su juventud en pro del respeto, y ahora parecía demasiado tarde para conseguir esa conexión con los alumnos. ¿No dictar? ¿Poner música? Imposible. Impensable. La distancia aumentaba a medida que pasaban los cursos. O demasiado joven o demasiado mayor. Para rematar, ¿qué hacía para alejarse más de sus propósitos? Quedarse afónica. La situación empeoraba si tenía en cuenta que, ese día, 33 alumnos adolescentes la esperaban en la última clase de la mañana, de dos a tres, con una asignatura que no les gustaba.

En un último esfuerzo por reconducir los hechos, pensó en el elemento mágico en su vida, el que nunca le había fallado. Después de tanto tiempo esperando el momento oportuno, tras temer tanto sus reacciones, pensó lanzarse al vacío de su mirada desafiante ante la realidad de haber quedado desfasada. No tenía opción. Sería entonces o nunca.

Lo preparó todo con esmero. La tarde anterior, con el dolor de garganta lacerante, buscó en los recodos de la memoria cuál sería la armonía y la letra adecuada para aquella situación. Necesitaba encontrar la unión entre dos artes. Adele le esperaba en una de sus neuronas, recordándole que había amores tan imposibles como los que habían leído en clase, con una mujer como protagonista,  sin importar que una se quejara en el S. XIII y la otra en el XXI. Ocho siglos reducidos a un poema y unas notas de música. ¿Lo entenderían?

Llegó a clase. Mientras conectaba el ordenador escribió en la pizarra que, otra vez, estaba sin voz. Después, repartió entre los alumnos fotocopias con la letra de la canción y unas preguntas que los ataban al suelo de la asignatura y a la realidad. La música empezó a sonar y con ella llegó la magia. Al principio todos se miraron extrañados. Como si un profesor fuera un ente extraño que sólo tiene vida entre las cuatro paredes de la clase, como si nunca hubiera sido joven o nunca se hubiera enamorado.  Como si nunca hubiera escuchado música, y menos la que aún sonaba en las emisoras de radio.

Ella volvió a la tarima, a la separación entre esos dos mundos. Esperó tras la mesa que llegara el estribillo y empezó a mover los labios como si cantara. Al momento, un coro de voces adolescentes seguía la letra en inglés al ritmo de la canción. Había estado equivocada. No estaban tan separados.  Conectaron, y además, aprendieron.

El resto fue más sencillo. Si entendían que alguien podía sentirse tan mal como para expresar su dolor prendiéndole fuego a la lluvia, si les gustaba la relación porque cantaban la canción a voz en grito, sólo era cuestión de seguir pensando. Pink Floyd, Evanescence, The Police, Queen  y tantos otros lo tenían claro: el esfuerzo por el trabajo, la obsesión por el dinero, la presión,  el adoctrinamiento, el control del pensamiento…todo estaba en los libros y en las canciones que alguna vez habían escuchado. Ellos también participaron. Sus cabezas se pusieron en funcionamiento para encontrar más ejemplos. Y todo fue más sencillo desde ese momento.

El resto del curso fue un derroche de actividad y comunicación. Se sentían bien juntos. La profesora buscaba un pacto con algún ser poderoso para prolongar el sueño, pero la ficción se quedó en los libros. Cuando junio llegaba decidió despedirse de ellos con lo mismo que les había unido.

Escribió:

“Recíproco: hecho por dos, uno a otro, dado y recibido… como abrazase, como estimarse, como comunicarse…como una clase. Sí, porque si un profesor quiere dar clase como toca, ésta debe ser recíproca, que haya escucha, aprendizaje, razonamiento, asimilación. Todo lo que queráis, pero por los dos lados.

Admiración: emoción producida por la vista, la consideración, de una persona o una cosa extraordinaria, de una gran belleza; sentimiento de placer provocado por una persona o una cosa que posee alguna cualidad excelente…como lo que se siente en una visita al Louvre,  con una canción bien hecha, con una conversación aprovechada…con una clase que piensa.

Ingenio: espíritu de invención, habilidad para encontrar los medios de conseguir alguna cosa…como un descubrimiento, como un avance en la ciencia, como una herramienta que se vuelve indispensable…como una clase con inteligencia que busca y halla conexiones a través de los siglos.

Enfado: disgusto, irritación. Lo que sentía a veces.

Sorpresa: no hay que definirla. Es lo que habéis provocado día tras día, el presente inesperado que me ha hecho  ir a clase con ideas diferentes, disfrutar, reír, conseguir que el tiempo volara.

Curiosidad: en vuestros ojos.

Gratitud: lo que siento después de este curso.”

Mientras leía, Elton John, de fondo, les recordaba que la canción que sonaba era su regalo y que era para ellos.

FIN

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