Humedeced siquiera mis cenizas

Humedeced siquiera mis cenizas

─ Es una lástima que ya nadie sepa llorar, lamentarse como debe hacerse, como se ha hecho toda la vida, con sus sollozos y sus gemidos, con sus desgarros  y sus  lágrimas, por los dos ojos a la vez, como las imágenes de las Vírgenes en los pasos de Semana Santa, lágrimas de verdad, de dolor y de sangre. Se lo digo siempre a Ezequiel, que el sufrimiento ha perdido todo su valor, que ya no tiene  la importancia que tenía antes, que parece que al mundo sólo hemos venido a divertirnos y todo tiene que ser una juerga. Se ha perdido esa dignidad, ese saber estar en el momento de la despedida final, cuando te das cuenta de que no vas a volver a ver a tu padre, a tu marido o a tu hermano, que ya  no oirás más su voz ni respirarás su mismo aire.

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─ Las Marianas nos llamaban, sí señor.  Y hasta que  llegábamos nosotras no empezaba de verdad el velatorio. De todos los pueblos de alrededor nos buscaban, porque sabían que éramos las mejores, mi madre y yo, que  sólo con vernos a la puerta de la casa del difunto ya se conmovía toda la parroquia, que se decía que  sin  nosotras el muerto no lo estaba  del todo. Parece que la estoy viendo: entraba madre, se sentaba junto a la cama del finado y comenzaba su letanía “Ay Santo Cristo del Amor, tú nos lo das y tú nos lo quitas” y ponía esa cara de tristeza infinita, de Nuestra Señora de la Piedad, en ese momento terrible en el que  sostiene el cuerpo yerto de su Hijo entre sus brazos  y ya nadie podía dejar de sollozar hasta que se llevaban  al difunto al sepulcro y daban el último paletazo a la tierra.

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─ Tiene usted toda la razón. Una artista era mi madre y me enseñó todo lo que sé. Desde muy chiquita me llevó con ella siempre, desde que pude sostenerme y andar sola con mis propios pasos. Me sentaba a su lado, toda vestidita de negro, con un pañuelo del mismo color en la cabeza para ocultar  estos rizos rubios que siempre he tenido y que me cubrían la frente. El atuendo es importante ¿sabe usted? Yo la oía gemir, lamentarse y romperse por dentro recordando al que se fue, aunque no lo conociera de nada. Y al poco yo también estaba llorando, más que ella si cabe, de verla así, sin entender qué pasaba, toda llena de mocos y agarradita a su falda. Ella  me lo contaba orgullosa, que ya sabía entonces que yo sería una buena plañidera, que seguiría sus pasos y podría ganarme la vida tan bien como ella. Que desde niña se veía que tenía madera de buena sufridora. “Había que verte –decía- tan pequeñina,  y esos hipos lastimosos de no poder más. Horas y horas aguantabas hasta que te quedabas dormidita en mi regazo”.

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─ Eso mismo que usted dice, que era un signo de importancia, de persona pudiente hasta la tumba. Los entierros a los que íbamos siempre eran de lo mejorcito,  de gente de buena posición  y de otros que pretendían serlo. Y verdad es que ganamos nuestros buenos dineros.  No había año que no pudiéramos hacer una escapada a la capital, por el verano, para comprar vestidos y ropas  nuevas y algún que otro capricho. Los más viejos los usábamos en el trabajo, aunque siempre íbamos muy limpias ¿eh?  y nunca nos atrevimos a rasgarlos como hacían otras,  que hasta llegaban  a  arrancarse mechones de pelo o clavarse las uñas para gritar con más significación. Pero ni madre ni yo quisimos hacer nunca eso. Puede creerlo o no, pero nuestro dolor era auténtico, no necesitábamos fingir ni procurarlo de ninguna otra forma.

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─ ¿En qué periódico dice que saldrá esto? Pero no ponga que soy la última, da pena que se pierda el oficio. Yo no tuve hijas, pero de haberlas tenido seguro que hubieran continuado la tradición. Le digo que no dábamos abasto, se sorprendería del número de muertos a los que hemos llorado. Todos querían que su funeral fuera el mejor, el más recordado, y sí, dicen que estaba prohibido pero nadie puede prohibir que cada quien despida a sus seres queridos como le parezca  ¿no cree? A nosotras el cura nunca nos dijo nada, lo entendía, y eso sí, nosotras siempre supimos mantenernos en nuestro lugar. Luego, poco a poco el trabajo fue disminuyendo, ya le digo, se ha perdido ese respeto por el duelo, los jóvenes son de otra manera.

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─ Madre murió de repente, hace ahora dos años, en agosto. La encontré recostada en el sillón, donde se sentaba siempre a dar la cabezada de la siesta. Por eso no me di cuenta enseguida. Parecía dormida, la toqué para avisarla porque empezaba la serie  que le gustaba en la tele y entonces fue cuando la noté fría. Tantos muertos que he visto y cuando la Parca se presenta en tu casa no la reconoces.  Yo sola la amortajé y la tumbé en su cama. Luego avisé al médico, sólo para que diera parte de su defunción porque ya nada se podía hacer. Las vecinas llegaron al poco y el pueblo entero se juntó en  mi casa. La querían mucho, sí señor,  y todos, como ella había hecho, la lloraron hasta la extenuación.

─ ………

─ ¿Y yo, me pregunta? Se sorprenderá usted, señor, porque ni yo misma lo entiendo. Está todo aquí dentro, como hecho una bola, más que una bola, un pedrusco pesado en el estómago. En los  meses siguientes perdí siete kilos, ni comer podía. Nada me admitía el cuerpo. Pero lo que son las cosas, en todas estas interminables noches en que su ausencia me mataba como un veneno en la sangre, no he podido ofrecerle una sola, ni una sola de mis traidoras lágrimas.

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