Esta historia del trabajo empieza por el final; aún no sabes si será un final corto y placentero, unas merecidas vacaciones que el esfuerzo y el estado del bienestar nos conceden de vez en cuando, o un final largo y cruento, en el que haya sufrimiento y desesperación. Y este final tiene un punto álgido cuando te encuentras sentado en la oficina del INEM del barrio, esperando a que llegue tu turno en la pantalla, que aparezca tu nombre. Hace años que no te enfrentas a esta situación y por tu cabeza pasan, sin parar, una mezcla de sensaciones, rabia, vergüenza y resignación, entre otras, mientras esperas sentado, rodeado por gente como tú y que a la vez, no tiene nada que ver contigo. Mayores que tú, también los hay más jóvenes; más expertos en lo suyo, menos; acompañados de bebés los que no han podido dejarlos en otro sitio, solos. Levantas la mirada cada vez que la alarma sonora que indica que un nuevo nombre aparece en pantalla emite su desagradable sonido: “PIIII”.
Cuando ves el tuyo, mal escrito, los apellidos con h y acentos siempre son blanco de los fallos de transcripción, das un respingo y tratas de localizar rápidamente la mesa a la que tienes que dirigirte, por miedo a que llegues tarde y pierdas el ansiado turno. Por lo que la oficina del INEM pasa entonces a convertirse en una carrera de obstáculos que tan de moda se han puesto ahora, en la locura del mundo runner que asola nuestra sociedad. Aquí en lugar de balizas, ruedas y vallas que sortear, te encuentras con mamis con sus peques en carritos, columnas inapropiadamente dispuestas y esos guardias de seguridad, cuyo tamaño a veces hace más fácil saltarlos por encima que rodearlos.
Llegas sudando a tu meta, que no es sino la mesa donde depende del día, oficina y estación del año puedes encontrarte a una gran variedad de especímenes. Desde la persona comprensiva que entiende que en esta nueva situación, los despistes a nivel documental son lo habitual, a la que ante tamaño fallo echa sobre ti una mirada de superioridad y desprecio tal, que sales de allí con ganas de hacerte un Máster avanzado en Derecho Laboral.
Y te sientes avergonzado de tener que estar de nuevo aquí. Te han hecho creer que quien tiene que solicitar esta ayuda está pidiendo, rogando limosna. La sociedad del trajeado que presuroso se dirige a la oficina donde las múltiples tareas le retendrán de sol a sol, sin dejarle apenas tiempo para socializar, culturizarse, disfrutar de la familia o hacer deporte. Si no llevas ese ritmo, si no cumples esos parámetros, estás fuera.
Así es como funciona el estado del bienestar, en el que hace mucho tiempo dejaste de creer. Que te prometía igualdad de oportunidades independientemente de tu origen social. No lo creas. El hecho de compartir pupitre en la universidad pública con gente de otros estratos sociales, no hace milagros. El que nace pobre, va sin red. Y a veces cae.
Caídas. Las hay. En el trabajo también. Ayudadas si te ponen la zancadilla y además te empujan. Entonces es difícil no estamparse contra el suelo y hacerte rasguños de diversa consideración, cuando no alguna lesión más grave.
Y es en el momento en el que tomas conciencia de la caída, cuando te das cuenta de que el trabajo no te define. O no debería hacerlo. Sí la forma que tienes de afrontarlo. Y cómo gestionas el tenerlo o no. En un viaje a Alemania, tuviste la oportunidad de visitar un campo de concentración, y sobre la puerta del mismo, una inscripción, en alemán (que la guía muy amablemente tradujo) y que decía así: “El trabajo os hará libres”.
Precisamente ahora lo que te ha hecho libre es la falta de.
Tienes que iniciar una nueva vida, por causas ajenas a tu voluntad. Todo son cambios, las rutinas han desaparecido, cada día puede ser totalmente diferente al anterior. Te sientes liberado de un espacio y unas obligaciones, que poco a poco se habían convertido en una losa. El mail parece haber enmudecido. Has pasado de recibir decenas al día, a horas y en días totalmente intempestivos, a casi la nada más absoluta.
Y entonces te vas dando cuenta del cambio operado en ti. Antes, no hace muchos años, los cambios te atraían, pero a la vez te daban un miedo atroz. Los veías como un frenazo en seco a los planes previamente organizados en tu cabeza. Algo fuera de control! Fuera de los esquemas mentales, rígidos, que atesoras como tu bien más preciado… el caos, el abismo. Pero ahora, disfrutas, necesitas el cambio, y acompañado de un optimismo (puede que estúpido echando un vistazo a los datos del INE de población activa), abrazas esta nueva etapa como lo que crees que debe ser, un momento de reencuentro y de descanso. Crecer, conocer y fluir.
Y te das cuenta por fin de lo que supone descansar.
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