El día que morí de verdad.

El día que morí de verdad.

Elías González

27/05/2016

Recuerdo nítidamente el día que morí de verdad. Recuerdo también al autor del hecho en cuestión, ya que fue premeditado y a traición, y no soy de olvidar los rostros de quien no actúa con franqueza. También recuerdo las circunstancias que rodearon mi extraño e imprevisto tránsito hacia el más allá, dicho sea de paso, lugar desde donde escribo este relato, (sí, los avances tecnológicos han llegado a sitios que los humanos no podríais imaginar). 

Recuerdo, como iba diciendo, que fue una noche calurosa extremeña, la última que ponía fin a meses de trabajo, cuando luchaba contra el ejército volsco, como todas las noches de aquella semana, cuando algo no salió como debía salir. Yo, Cayo Marcio, llamado también Coriolano, desenvainaba mi pesada espada para hacer frente a la coreografía de lucha, tantas veces ensayada. A decir verdad, nunca fui muy ducho en lo que se refiere a la acrobacia y lucha escénica, añadiendo a esto un carácter huidizo en cuanto al tema beligerante se refiere, mas no son esas razones fundamentales por las que se produjo mi óbito, ya que entregué al personaje lo que reclamaba, que no era si no un desenfreno irracional que marca la hostilidad, y a él me abandoné sin reparo.

Recuerdo, venía contando, que todo iba según lo pautado, hasta el momento en que debía producirse mi muerte, (ficticia, que para la real nunca estaremos prevenidos), cuando tras un giro violento, noté cómo el acero desgarraba mi vestuario, carne y algún órgano vital, según creí oír luego. Lo que primero llamó mi atención fue la sangre caliente, así como la ausencia de dolor. Siempre imaginé que morir no debía ser una experiencia agradable, más si cabe atravesado por una espada, pero aquel líquido que manaba presuroso me sumía en un sopor placentero. Luego busqué la mirada de él, para encontrar una respuesta, esperando encontrar unos ojos llenos de pánico que le aligeraran de culpa, pero cual fue mi sorpresa cuando hallé la mirada amarilla del tigre violento cuando ataca a su presa, y en ese instante, y sólo en ese instante, supe que me habían asesinado de verdad.

Intenté, sin éxito, incorporarme, siendo consciente de que para tres mil personas era su centro de atención, seis mil ojos atentos al desarrollo de la obra, y caí desplomado, aún consciente. La música comenzó a sonar, solemne, cuando llegaron, como todas las noches, mi madre y mi esposa, a llorar mi fin. Recuerdo el rostro de ellas, al ver mi sangre, recuerdo el silencio helado en la grada, un silencio pesado del que sabe que está viendo algo que no se volverá a repetir. Y recuerdo también, la misma estrella de todas las noches, a la que me quedaba mirando yo, Coriolano, ese hombre de ninguna parte, en ese cielo poblado de ellas que es el del estío en Mérida, y recuerdo, al fin, cómo no sabía si lo que se apagaba era el lucero, mi vida o el potente fulgor de unos focos en un teatro.

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FESTIVAL DE TEATRO DE MÉRIDA.

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