En el acorazado y gélido motor de esta sociedad moderna, de los estados del bienestar, de las sociedades que llaman desarrolladas, de esas multinacionales autómatas y vacuas, colmadas de mal llamados engranajes, que no son otra cosa que personas.
Alienadas personas, robotizadas, grises y casi imperceptibles entre el ahogado ruido del traqueteo incesante de los teclados o las fresadoras laceradas, nos reconocemos cuando nos llaman trabajadores.
Trabajadores, oficinistas, administrativos, teleoperadores, mozos, o carretilleros, eufemismos para no decirnos putas.
Nos sentimos altaneros y dichosos de gozar de nuestros rescoldos, mal llamados nóminas, mientras miramos con desdén quien vende su cuerpo en las esquinas de cualquier polígono humeante.
Nos vanagloriamos, sintiéndonos superiores, moralmente izados por no prostituir nuestro cuerpo, mientras mal vendemos nuestro tiempo, que en verdad es vida.
Ponemos precio a nuestras capacidades intelectuales, a nuestra sapiencia, y la mayor de las veces a nuestros propios principios…subordinamos nuestros sueños, nuestros anhelos en pos de un salario, comúnmente misérrimo, por miedo a luchar por ellos…
Pero preferimos desistir en recapacitar sobre ello, mientras miramos las digitales manillas en nuestro ordenador de mesa que parecen no pasar nunca.
Ufanos tramoyistas de nuestro propio desvarío, subyugamos por monotonía hasta nuestros propios dogmas, hipertrofiamos el baluarte de nuestra compañía pese a erigirse sobre un eje podrido…
– No, no, cómo vas a compararme, yo soy recepcionista, y además de las buenas – gimoteó mi compañera cuando en el descanso, le comentaba mi parecer, mirándome entre estupefacta y ofendida.
Tragué el último sorbo ya casi frio del café rancio de máquina y me marché sonriéndola socarronamente mientras le decía:
– La próxima vez que me digas que estás harta de este trabajo y que cuando montamos algo, recuérdame por cuanto nos estamos entregando…
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“Si tú no trabajas por tus sueños, alguien te contratará para que trabajes por los suyos” – Steve Jobs
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