Un ocho de abril de 1969, a las 7.45 de la mañana, tomé del casillero metálico la tarjeta para el control de entrada y la introduje en la ranura del reloj eléctrico marca Internacional que colgaba en la pared. Por primera vez entraba a trabajar en una institución estatal de salud de donde saldría jubilada veintiocho años después. Tenía 25 años de edad, un hijo de tres y era inmensamente desgraciada en el matrimonio.
Un celador de contextura gruesa, custodiaba, desde adentro, la entrada principal al edificio. Permanecía de pie ubicado a un costado de la puerta, desde donde verificaba no solo los ingresos laborales, sino a todas las personas que entraban y salían del lugar. Ante los insistentes golpes que yo hacía en la reja con el llamador de bronce con cabeza de león, salió a abrirme y desplegó las dos hojas de hierro forjado pintadas de verde jade ricamente adornadas con la emblemática flor de lis. Lucía un apretado uniforme de dril color caqui y una gorra azul con visera y el logo de la institución.
— Buenos días—, le saludé con cordialidad.
— ¿Dónde queda la dependencia de Afiliación y Registros?— le pregunté antes de entrar a la oficina, ya que había llegado con suficiente tiempo y tenía la oportunidad de echar un vistazo por fuera para curiosear los alrededores.
— Siga al fondo— me dijo secamente.
— Gracias— le contesté de igual forma. —Dentro de un momento ingreso para registrar la entrada.
Salí a la mitad de la calle y contemplé el entorno, especialmente la joya arquitectónica que se reflejaba ante mis atónitos ojos.
Era un edificio de cinco pisos estilo republicano, ubicado en una histórica calle de la ciudad. La fachada, pintada de amarillo marfil, estaba diseñada con imponentes balcones de barandas en balaustres de cemento que reflejaban la elegancia del estilo. De ellos, pendían flores de campanas amarillas y trinitarias multicolores que servían para refrescar el calor abrasador de una ciudad que se postra ante el Mar Caribe y soporta por largos meses las altas temperaturas del trópico.
— ¡Hermoso lugar para trabajar!— suspiré influenciada por la magia del edificio, en cuya fachada sobresalían inmensos faroles que en las noches, adornaban el lugar con su suave y amarillenta luz.
Ingresé al lugar por un ancho zaguán tapizado de baldosas tipo ajedrez que me condujeron hasta la oficina donde me iniciaba empíricamente como secretaria. Detrás de un inmenso escritorio de fina madera de cedro pintado en color miel, de líneas rectas y sencillas, se arrellenaba en una silla giratoria tapizada en cuero café oscuro, el que yo suponía debía ser el jefe de la División.
— Buenos días doctor…, me pongo a su disposición para que me indique mis funciones—. Le tendí una mano y me la aferró con suavidad pero con fuerza. Una chispa alumbró mis ojos y el cabrón me soltó disimuladamente…
Me quedó mirando con rara expresión y se mordió los labios. Se reclinó en su sillón y se quedó absorto mirando por la ventana. Sentí que una punzada se me clavó en el entrecejo y presentí que me tocaba traspasar muchas sombras laborales, si pretendía conservar mi puesto.
—Siéntate — me dijo hablando en voz baja y atusándose el bigote que dejaba entrever unos labios gruesos y sensuales. Me sonrió como para darme confianza y con penetrante mirada preñada de lascivia, recorrió todo mi cuerpo de pies a cabeza. Se detuvo en la turgencia de mis jóvenes senos y percibí que, inquieto, con frecuencia cambiaba de posición entrecruzando las piernas. Lo contemplé entre arisca y curiosa, mientras me explicaba cuáles eran las actividades que debía desarrollar y a quién debía reportarlas. Me di cuenta de que además de guapo y seductor, era hábil e irradiaba una gran sensación de poder e inteligencia.
— ¿Así que eres la nueva secretaria? Ven. Te mostraré el lugar y te presentaré al equipo de trabajo.
— Gracias, — le respondí poniéndome de pie para seguirlo.
Vestía una camisa de lino en color azul marino de mangas cortas, un pantalón gris medio y unos zapatos tipo mocasín completaban el elegante atuendo. Lucía impecable.
Iba detrás de él. Se dio la vuelta para esperarme y avanzó por un inmenso e iluminado salón donde estaban ubicados los escritorios de los demás empleados.
En este lugar, y evadiendo siempre sus garras de autoridad, soporté durante años los ataques de esta fiera que me acorraló como su víctima para someterme a sus atropellos no solo de acoso laboral sino sexual. Me sentía como estar viviendo en a la época de la esclavitud, aprisionada por el fuerte yugo de la jerarquía que debilitaba mi libertad. Por puro miedo me sometí a sus sobijos disfrazados de roces impensados, a la explotación en el horario de trabajo para tenerme cerca y satisfacer sus perversas y malévolas intenciones. En un principio, llegué a pensar que la situación pasaría por si sola. Craso error en el que caemos las víctimas de un acosador, el que solo es derrotado por denuncias ante las autoridades. En mi época, esta actitud no estaba considerada como una violación a los derechos humanos y debías padecer en silencio, este mal que hoy es llamado « la plaga del siglo XXI».
El miedo me acojonó y debilitó porque veía acercarse el fantasma del divorcio y me daba pavor renunciar y quedarme sin un trabajo para sostenerme con mi hijo. El acosador desdibujó mi dignidad, puso a tambalear mi moral y estropeó mi estado psicológico.
El maldito cabrón dejó de acosarme cuando, un buen día, me agarró por el brazo y me arrastró hasta un pasillo en penumbras y disfrutando de mis insultos e inútiles forcejeos, me dijo con los ojos desorbitados y escupiéndome en la cara:
—«Puta, maldita y jodida puta; ya te conseguí reemplazo y te vas a largar de esta oficina».
Lo miré con frialdad y me alejé frotándome el codo. Ninguna lágrima humedecía mi cara. Al fin me iba a liberar de su trato hostil y vejatorio…
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