El acosador laboral

El acosador laboral

Netty Del Valle

20/05/2016

Un ocho de abril de 1969,  a las 7.45 de la mañana, tomé del casillero metálico la tarjeta para el control de entrada y la introduje en la ranura  del  reloj eléctrico  marca Internacional que colgaba en la pared. Por primera vez entraba a trabajar en una institución estatal  de salud de donde saldría jubilada veintiocho años después. Tenía 25 años de edad, un hijo de tres y era inmensamente desgraciada en el matrimonio.

Un celador de contextura gruesa,  custodiaba, desde adentro,  la entrada principal al edificio.  Permanecía de pie ubicado a un costado de la puerta, desde donde verificaba  no solo los ingresos laborales, sino a todas las personas que entraban y salían del lugar. Ante los insistentes golpes que yo hacía en la reja  con el llamador de bronce con cabeza de león, salió a abrirme y desplegó las dos hojas de hierro forjado pintadas de verde jade ricamente adornadas con la emblemática flor de lis.  Lucía un  apretado uniforme de dril color caqui y una gorra azul  con visera y el logo de la institución.

—  Buenos días—, le saludé con cordialidad.

—  ¿Dónde queda la dependencia de Afiliación y Registros?— le pregunté antes de entrar a la oficina, ya que había llegado con suficiente tiempo y tenía la oportunidad de echar un vistazo por fuera  para curiosear los alrededores.

—  Siga al fondo— me dijo secamente.

—  Gracias— le contesté de igual forma. —Dentro de un momento ingreso para registrar la entrada.

Salí  a la mitad de la calle y contemplé el entorno, especialmente la joya arquitectónica que se reflejaba ante mis atónitos ojos.

Era un edificio de cinco pisos estilo republicano, ubicado en una histórica calle  de la ciudad. La fachada, pintada de amarillo marfil,  estaba   diseñada con imponentes balcones  de barandas en balaustres de cemento que reflejaban la elegancia del estilo. De ellos,  pendían flores de campanas amarillas y trinitarias multicolores que  servían  para  refrescar  el calor abrasador  de una ciudad  que se postra ante el Mar Caribe  y soporta por  largos meses  las altas  temperaturas del trópico.

—  ¡Hermoso lugar para trabajar!— suspiré influenciada por la magia del edificio, en cuya fachada sobresalían inmensos faroles  que en las noches, adornaban el lugar con su suave y amarillenta luz.

Ingresé al lugar por un ancho zaguán tapizado de baldosas tipo ajedrez que me condujeron  hasta la oficina donde me iniciaba empíricamente como secretaria. Detrás de un inmenso escritorio de fina madera de cedro pintado en color miel,  de líneas rectas y sencillas, se arrellenaba en una silla giratoria tapizada en cuero café oscuro,  el que yo  suponía debía ser el jefe de la División.

  —  Buenos días doctor…, me pongo a su disposición para que me indique mis funciones—. Le tendí una mano y me la aferró con suavidad pero con fuerza. Una chispa alumbró mis ojos y el cabrón me soltó disimuladamente…

Me quedó mirando con rara expresión y se mordió los labios. Se reclinó en su sillón  y se quedó absorto  mirando por la ventana. Sentí que una punzada se me clavó en el entrecejo y presentí que me tocaba traspasar muchas sombras laborales, si pretendía conservar mi puesto.

—Siéntate — me dijo hablando en voz baja y atusándose el bigote que dejaba entrever unos labios gruesos y sensuales. Me sonrió  como para darme confianza  y con penetrante mirada preñada de lascivia, recorrió todo mi cuerpo  de pies a cabeza. Se detuvo en la turgencia de mis jóvenes senos y percibí que,  inquieto, con frecuencia cambiaba  de posición entrecruzando las piernas. Lo contemplé  entre arisca y curiosa,  mientras me explicaba  cuáles eran las actividades que debía desarrollar y a quién debía reportarlas. Me di cuenta de que además de guapo y seductor, era hábil e irradiaba una gran sensación de poder e inteligencia.

—  ¿Así que eres la nueva secretaria? Ven. Te mostraré el lugar y te presentaré al equipo de trabajo.

—  Gracias, — le respondí poniéndome de pie para seguirlo.

Vestía una camisa de lino en color azul marino de mangas cortas, un pantalón gris medio y unos zapatos tipo mocasín completaban el elegante atuendo. Lucía impecable. 

Iba detrás de él. Se dio la vuelta para esperarme y avanzó por un inmenso e iluminado  salón donde estaban ubicados los escritorios de los demás empleados.

En este lugar, y evadiendo siempre sus garras de  autoridad, soporté durante años los ataques de esta  fiera que me acorraló como su víctima para someterme a sus atropellos no solo de acoso laboral sino sexual. Me sentía como  estar viviendo en a la época de la esclavitud, aprisionada por el fuerte yugo de la jerarquía  que debilitaba mi libertad. Por puro miedo me sometí a sus sobijos disfrazados  de roces impensados, a la explotación en el horario de trabajo para tenerme cerca y satisfacer sus perversas y malévolas intenciones. En un principio, llegué a pensar  que la situación pasaría por si sola. Craso error en el que caemos las víctimas de un acosador, el que solo es derrotado por denuncias ante las autoridades. En mi época, esta actitud no estaba considerada como una violación a los derechos humanos y debías  padecer en silencio,  este  mal que hoy es llamado « la plaga del siglo XXI».

El miedo me acojonó y debilitó porque veía acercarse el fantasma del divorcio y me daba pavor renunciar y quedarme sin un trabajo para sostenerme con mi hijo.  El acosador desdibujó mi dignidad, puso a tambalear mi moral y  estropeó mi estado psicológico.

El maldito cabrón dejó de acosarme cuando, un buen día, me agarró por el brazo y me arrastró hasta un pasillo en penumbras y disfrutando de mis insultos e inútiles forcejeos, me dijo con los ojos desorbitados y escupiéndome en la cara:

—«Puta, maldita y jodida  puta; ya te conseguí reemplazo y te vas a largar de esta oficina».

Lo miré con frialdad y me alejé frotándome  el codo. Ninguna lágrima humedecía mi cara. Al fin me iba a liberar  de su trato hostil y vejatorio…

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