Soy de la generación nacida en el 60, cuando el mandato familiar y social era que en la vida se triunfa como abogado, doctor o ingeniero; era el sueño de una clase trabajadora que tuvo acceso a mejorar sus vidas y ampliar los horizontes.
Por eso terminar la etapa primaria y la de liceo fue algo natural y lógico en mi vida, incluso habiendo perdido mis padres de muy chico; y a los 17 empezar la universidad de ingeniería el camino natural; pero allí algo se quebró, o mejor dicho se abrió.
Si, se abrió una puerta, la del mundo laboral. Trabajo que me daba independencia y agregaba un aliciente insospechado aun por mí: el viajar.
Muchos preguntaran que tienen que ver, si lo habitual es trabajar todo el año en mi oficina y tomar diez días, o veinte en los mejores casos, para viajar de vacaciones al lugar del mundo que mis ganas y bolsillo permita. Yo viví lo contrario, el trabajo era el ámbito de viajar y el descanso en la ciudad que eligiera como mi hogar.
El primero que desempeñe fue ser brigadista de lucha contra incendios forestales, a mis 20 años, tras abandonar la universidad, y por 4 años recorrí Patagonia por diferentes zonas, tanto de bosques como estepa costera, combatiendo incendios rurales de cuatro a diez días promedio, y dos o tres más para conocer el territorio. La adrenalina de emboscar los focos ígneos con diversas estrategias, en tareas manuales, a veces con apoyo de maquinaria vial y las pocas con aviones hidrantes desarrollo el temple de parecer loco frente al riesgo pero en realidad aprender a medir rápidamente todas las opciones para elegir las más favorables en nuestras mentes.
De esa forma conocí y me vincule a empresas petroleras, donde por quince años viaje por Sudamérica tras la búsqueda del oro negro en diferentes equipos de perforación; en sitios tan distantes como la amazonia venezolana a la tierra del fuego argentino chilena. Trabajo rudo, donde no existe los días feriados o de descanso festivo, salvo el diagrama de franco que era asignado. Veintiuno trabajados por siete de descanso fue el estilo de vida durante todo ese período, donde mis compañeros de tareas se convirtieron en mi familia y mis seres queridos en los conocidos que visitaba una vez al mes. Y era natural convertirnos en hermanos tras compartir trabajos de mucho esfuerzo, bajo lluvias, vientos, nevadas, calores intensos en los más diversos paisajes naturales que puedas imaginar: bosques montañosos, llanuras inmensas, selvas tropicales, mares sin límites; sitios donde más de una vez abríamos rutas para llegar y la única salvaguarda era tu compañero a tu lado, velando el uno por el otro.
Pero toda etapa tiene un fin, cuando ya no se disfruta el trabajo y te sentís encerrado, aunque tu tarea ese día sea en plena playa desértica sin nadie a kilómetros; más vale dejar que seguir convirtiendo en rutina los buenos momentos vividos.
Gire hacia la docencia, con mi experiencia en electricista, mecánico, carpintero y fontanero incorporado en las petroleras, más la habilidad de enseñar conseguida entrenando a tantos novatos en los equipos de perforación; sumado a la casualidad, o causalidad, de conocer un cura obrero con ganas de cambiar el mundo nos lanzamos a aventura de abrir un colegio de artes y oficios en un pueblito montañés de Patagonia. Y por tres años estuve al frente de los talleres, donde otros amigos contagiados enseñaban carpintería, electricidad, gas, plomería, mecánica, hasta huerta y granja. Mi función era diseñar los planes de estudio de cada oficio, acompañar a los maestros a obtener resultados de aprendizaje, y conseguir los elementos necesarios para los entrenamientos laborales de los alumnos. Sesenta y cuatro adolescentes se sumaron al sueño, y muchísimas horas se llenaron con aprendizaje y trabajo muy divertidos.
Tras encaminar el colegio, e incluso incorporando una maestra integradora para completar la enseñanza formal de lengua y matemáticas en los muchachos; que hoy perdura e incluso ha sumado educación terciaria, volví a partir.
Las obras civiles y de montaje industrial por Patagonia, con diversas empresas como administrador, me esperaban. Así fue como construimos una planta recompresora de gas, para el gasoducto que desde Rio Grande alimenta las estufas y cocinas de Buenos Aires.
Siguió una mega usina a carbón en Rio Turbio, allá donde termina el mapa; para seguir con una estación transformadora eléctrica que interactuaba con la mega usina y la costa. Continuó la construcción de un parque eólico, cerquita de Trelew. El más grande en su tipo de toda la zona.
MEGAUSINA RIO TURBIO
PARQUE EOLICO LOMA BLANCA
Repito y aclaro que en estas obras mi función fue administrativa contable, lidiar con clientes y proveedores según las necesidades de los constructores, llevar los partes diarios, control de personal, negociar los certificados de avance de obra, logística y compras.
Esa última obra me trajo al Uruguay, donde hoy estoy radicado hace casi tres años; los dos primeros de ellos trabajé administrando la construcción de un sistema de tratamiento de residuos líquidos para todo el sur de esta ciudad de un millón y medio de habitantes.
Dos hechos se sucedieron hace un año atrás, cumplí los cincuenta y termino la obra dejándome desempleado. Un nuevo desafío, recordándome que solo es viejo aquel que tiene más recuerdos que sueños; pero la edad es un escollo mayor que la experiencia de años y diversidad de trabajos al momento de la entrevista. Pero como dice el dicho “Dios aprieta pero no ahorca”, en la intensa búsqueda laboral desde mi computador se cruza un nuevo mundo, el trabajo 3.0.
Ser asistente virtual en soporte administrativo, redactar cuentos o notas a pedido de diferentes clientes, realizar traducciones o transcripciones, diseñar logotipos o páginas web; sin moverse de casa es en el oficio que ahora desarrollo, descubriendo que todo lo vivido ha sido un entrenamiento para este momento, que todo saber suma, que toda experiencia enseña, si comprendes que se trabaja para vivir y no vivir para trabajar.
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