DOS QUE ESPERAN EN EL MISMO SILLÓN

DOS QUE ESPERAN EN EL MISMO SILLÓN

¡Qué duro es ser residente! No llevo ni tres meses en el hospital y  ya mi adjunto me deja sola pasando consulta. Así que por fin hoy ha llegado el día de enfrentarme a mi primer paciente real. Me esfuerzo en recordar que ayer pasé la tarde estudiando para que hoy todo salga bien. Me repito como un mantra hipnótico: “Sí, soy capaz”.

Doy un suspiro, aliso las solapas de mi bata blanca recién lavada, a ver si así doy buena imagen, y salgo a la sala de espera a buscarlo. Procuro estirarme bien para que nadie intuya mi temor.

Se llama Luis y está sentado al fondo. Se levanta a la vez que su mujer, pero ella le adelanta y me tiende unos papeles: “¿Se los tengo que dar ahora?”  Empezamos bien, qué suerte, la primera respuesta me la sé: ”No se preocupe. Ahora me los da en la consulta. Pasen, por favor”, la educación ante todo. Así que ya dentro mi primer gesto es darles la mano mientras me presento con la formalidad propia de la situación, anteponiendo el consabido Dra. a mi apellido. 

La psiquiatra que se supone que llevo dentro, empieza a observar y a conjeturar: Ella va siempre por delante, hasta me ha dado la mano la primera y con más fuerza que él. Apuesto a que está deprimido.

Comienzo por preguntarle por qué viene a la consulta y se echa a llorar. Intento contenerle acercándole el paquete de pañuelos de papel, pero ya va por el tercero y no hay manera de que pare. Mientras tanto, ella mira a la ventana. Parece incómoda con tanta lágrima. Al fin, Luis se limpia la nariz con gran estruendo. Me dedica una sonrisa tenue, como pidiendo perdón, y empieza a desgranar sus penalidades. Es curioso que, aunque siento lástima por él, me alegra comprobar que mi diagnóstico era acertado. Ahora sólo me queda elegir el mejor antidepresivo y no confundirme con la dosis, no me vaya a cargar al primero, y eso que dice que está tan harto de todo que ha llegado a pensar en quitarse de la circulación. Pues ni por esas la mujer le dirige la mirada. Parece que, como decía Serrat, ha descubierto que al techo no le vendría nada mal una manita de pintura y no tiene ojos para otra cosa.

Luis sigue explicando que su trabajo se le antoja como lo más parecido al infierno y  su jefe al mismísimo Satanás. No quiero ni pensar en lo que va a decir cuando empiece con su vida familiar. Con esta mujer que le ha tocado en suerte ¿Cómo no va a deprimirse? ¡Menudo desdén! Sigue sin mirarle, así que como el chiste, de caricias ni hablamos. Es más, parece que se impacienta por cómo se revuelve en el asiento y por la ojeada que, sin ningún disimulo, le ha echado al reloj. Pero yo no estoy dispuesta a dejar que se salga de la consulta sin decir ni una palabra, faltaría más. Así que directamente le pregunto por cómo encuentra a Luis. Da un respingo, me mira con cara de extrañeza y me dice:” ¿Quién, yo? Si a este señor no le conozco de nada. Vamos, que no entiendo nada de nada. Será porque es la primera vez que vengo al psiquiatra. Pero, a ver si esto no es de locos: Como no salía nadie a llamarme y ya era la hora, pues al verla a usted, la primera con bata blanca que se deja caer por la sala de espera, pues le pregunto a ver qué tengo que hacer con los papeles que me dio el médico de cabecera y me dice usted que pase. Me invita a sentarme, me tiene aquí aguantando veinte minutos de llantos, que ¡vaya papelón! Y ahora, en vez de preguntarme qué me pasa a mí, me dice que qué me parece lo de este pobre señor… Y yo qué sé, oiga. Lo que me parece es que eso es cosa suya ¿o no?”

Empatizando con mi paciente, abatida, con ganas de desaparecer y ruborizada hasta las córneas, con un hilillo de voz sólo atino a rogarles disculpas por el malentendido. Por llamar a este lío de alguna manera, o, mejor dicho, por no reconocer que no tengo ni idea y que me siento como una impostora. Entonces Luis me mira perplejo y apostilla: “Yo creí esto que era una terapia de grupo”.

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