A Pascual le faltaban varios dientes pero cada vez que sonreía abría ventanas a su alma. Era imposible que con su inocencia disimule un mundo lleno de energía vital, y lo demostraba solo con una medialuna amarillenta salpicada de huecos.
Él era pobre, esa pobreza que al despertar cada mañana le tenía preparada la incertidumbre constante de qué y cuánto comería, pero aún así no dejaba de reír. En el barrio y sin hacer uso de la originalidad, que rara vez aparece en lo colectivo de un barrio, le llamaban «el loco pascual», así con minúsculas por más que se gritasen, todo en ese barrio se decía y transcurría con minúsculas, menos su Sonrisa.
Cuentan casi como leyenda que le costaba mucho conseguir trabajo, porque cada vez que alguien le ofrecía una changa, un encargo o lo que fuese, los patrones pensaban que se les reía en la cara. Sí, se les reía en la cara pero no por burla, sino por felicidad. Curioso como la vida sí se burlaba de él, que por ser feliz se le negaba vivir mejor.
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