Los  rascacielos de Nueva York son como templos paganos donde germinan, anidan y combaten entre sí las vanidades más diversas. Pero alcanzan con su descomunal altura los cielos, los rozan levemente y de ahí deben su nombre. Templos brillantes, acristalados y relucientes a la luz infinita del mundo.

El cielo de Nueva York permanece indiferente, ríe y en ocasiones llora.

Después de su experiencia militar en Irak, Cliff  Morley buscó un empleo que le alejara de la violencia terrena de los hombres y trabajaba para la empresa HighBirds que se encargaba por ejemplo de la limpieza de los cristales en edificios de gran altura.

Cliff era feliz cuando elevado como un rey sobre su andamio flotante podía contemplar la molicie de los que reptan y arrastran a ras del suelo infame de la guerra y el odio, se decía él. “Mi mente permanece virgen como el cristal que aún atravesado por la luz mil veces sigue intacto sin mancha, sin mácula, inmaculado.”  Le gustaba esa última palabra para definir su trabajo y se la repetía a sí mismo en su corazón mil veces atravesado también.

Una mañana colgando a 381 metros lejos de la tierra firme, limpiaba con esmero los cristales del último piso del Empire State Building cuando una fortísima ráfaga de viento inesperada en aquel soleado día neoyorquino hizo bambolear el pequeño andamio colgante sobre el que se sostenía Cliff silbando una cancioncilla.

Fue un instante fugaz pero el armatoste se inclinó tanto que Cliff se desequilibró y perdiendo pie se deslizó fuera del pequeño andamio y cayó.

Más tarde no recordaría cómo pero en un acto reflejo de supervivencia feroz, diez metros más abajo logró agarrase a la repisa saliente de un ventana. No tuvo tiempo de sentir miedo sino más bien un escalofrío que recorrió todo su cuerpo.

Colgado y sólo sujeto por sus manos al escaso saliente, pensó que moriría sin remedio aquel soleado día neoyorquino, tan lejos de todos los hombres que, allá tan abajo en las calles eran indiferentes a su tragedia. Un profundo sentimiento de soledad desesperanzada y sórdida se apoderó de él y entonces sí sintió un miedo cerval.

Se sobrepuso al terror y flexionando sus brazos logró alzarse hasta poder apoyar su codo derecho sobre la repisa, luego lanzó su pie izquierdo hasta también alcanzarla y en un movimiento de equilibrista hercúleo consiguió sentarse sobre aquellos pocos centímetros de vida con un abismo de 371 metros frente a él.

Nadie salvo él mismo sabía lo que le había ocurrido ni el peligro que le atormentaba y por tanto una ayuda pronta y urgente era muy improbable. Una eternidad le esperaba y desesperaba. Eso lo sabía. Echó de menos a su mujer y su hijo, ella estaría en casa atareada y Patrick, de once años, en la escuela resolviendo algún problema de aritmética o dibujando quizás un rascacielos.

Recordó otros momentos de miedo vividos en Irak, como cuando estalló una mina al paso de su carro de combate y cientos de proyectiles se estrellaban contra el blindado en el que permanecían acorralados él y sus compañeros.

“Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza” esta oración cruzó su mente y le llevó a su niñez cuando la escuchaba de su madre que junto a la cama del hospital la rezaba por su padre que poco después moriría.

Poco antes de partir a la guerra su madre se despidió de él llorando, nunca más volvió a verla. Estando en el frente ella le escribió contándole que su enfermedad se agravaba y el supo que era una despedida. ¿Cómo podía él ahora despedirse de nadie? Le gustaría hacerlo de su mujer con un beso y de su hijo, ayudándole en sus dibujos de la escuela.

Yo ando por Nueva York, un rumor vivo me alcanza y reclama. Veo las calles y, como savia que se bombea hasta la última célula, fluye la vida de esta ciudad.

Trajín, voces, prisas o pausados cafés, ir y venir, comprar o vender, jugar o charlar, pasear y mirar, caben en esta ciudad todos los verbos, también sentir, sea odio o amor.

Desde las alturas de los rascacielos a los toboganes de lo parques infantiles, con tacones o en zapatillas, del dinero y oro del vanidoso al chicle de fresa de un niño, pateo las calles de dónde vivo.

Conciertos, teatros y museos. De Vivaldi a la guitarra del trotamundos, de la fast food a la comida más exótica y exquisita, del estruendo del tráfico al paso débil del anciano, del banquero al gorrilla trovador, el profeta iluminado también, del mensajero en bicicleta a las dependientas de las tiendas de moda, el barrendero y el broker. Veo también jardines y árboles.

Un gorrión se ha posado en una rama.

Cliff Morley fue rescatado por el equipo de bomberos de Nueva York diez interminables horas después de su caída y milagrosa supervivencia.

Fue entrevistado por la prensa local y alguna televisión nacional.

“Me sentí muy solo allá arriba pero pasadas siete horas, durante un minuto se posó un gorrión a mi lado. Nunca he creído en cosas extrañas pero aquel animal me habló” 

“La eternidad es un asunto muy serio” dijo piando.

                                                                                 FIN

Juan Luís Escrivá Aznar

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