En casa del buen gobierno, nunca comerás pan tierno.
Llegaba en la bicicleta, con una enorme mochila a mis espaldas cargada de barras de leña, roscas y panes sobaos que había comprado en la panadería del pueblo. Para aliviar el calor, el cansancio y el hambre, tras haber recorrido más de quince kilómetros por una sinuosa pista de tierra hasta llegar al cortijo, saqué una de las barras que había traído y ya me disponía a partir un pico crujiente cuando intervino mi madre: “No cojas de ese reciente que tenemos aquí otros de hace pocos días que están igual de buenos”. Y sacó de la alacena una hogaza de hace unos cuantos días, envuelta en paño para que no se endureciera, pálida, correosa y mucho menos apetecible.
Y es que el secreto de la buena administración de nuestra humilde familia, perdida verano tras verano en un rincón remoto de la Meseta Central española, estaba en ese principio: nunca se come el pan reciente mientras queda otro anterior. Como sabiamente dicen en ese pueblo manchego: Pan ternete, seis o siete. Y, si uno se pone a comer pan tierno, en una sentada puede acabar con una mochila entera que estaba destinada a alimentar a toda una familia durante varios días.
Nuestra economía doméstica se apoyaba en ese consumo prudente, sin residuos. Pero no solo en eso, también en el versátil aprovechamiento del pan que se iba endureciendo, porque a buena hambre no hay pan duro y pan de ayer, carne de hoy y vino de antaño, salud para todo el año. Mi madre era una maestra en administrar ese bien que rápido iba cambiando en sabor y textura según pasaban las horas. Y sus recursos para aprovechar los restos que quedaban eran innumerables. Picatostes para la sopa o para comer con azúcar; rebanadas de pan frito mojado en vino; mendrugos que el perro del cortijo disfrutaba como si fueran manjares, aunque con cuidado porque quien da pan a perro ajeno, pierde pan y pierde perro. Pedazos como piedras que empapados en agua hacían las delicias de las gallinas; pan mojado en leche de cabra; sopas de pan. Y, aunque se dice que pan con pan, comida de tontos, nuestro almuerzo mañanero solía consistir en esas deliciosas gachas de harina de almortas cocinadas en el aceite de freír unos trozos de tocino o chorizo, que comíamos usando cachos de pan duro a modo de cuchara para acompañarlas a la boca. Y no hablemos de las migas, un típico plato de la región que se elaboraba con la participación colectiva de todos los que por allí andaban.
Si algún trozo de pan sobrevivía a todas esas formas de consumo, se le destinaba a pan rallado. Eso lo hacíamos los niños, machacando sobre una piedra plana el mendrugo duro y guardábamos el resultado en una bolsa de tela esperando su uso para algún rebozo. Y, al final nada se tiraba: Pan acabado quita cuidado. Hasta que la bicicleta volvía del pueblo con una nueva remesa.
Come poco de lo que te guste, porque con lo que poco te gusta nunca te llenarás. Este principio se lo he oído a mi suegro, un paisano asturiano que llegó a los 102 años y que hasta los 97 caminaba al hogar del pueblo de al lado a jugar la partida diaria. Podría ser la clave para una dieta sana y equilibrada, aplicable perfectamente al pan tierno.
Se componía aquel cortijo del paraje de Lizana, en el Campo de Montiel, de media docena de casas humildes donde vivían durante largos periodos pastores, gañanes, jornaleros y algún modesto propietario; sobre todo residía allí la familia del guarda que vigilaba que los furtivos no cazaran en las tierras de un rico agricultor que vivía en la capital y aparecía por allí de Pascuas a Ramos. Pasábamos mi familia madrileña todos los veranos en una de aquellas casitas heredada por nuestro padre. La vivienda del guarda era la más equipada y albergaba un enorme horno de leña que se usaba a tope antes del gran cambio de costumbres provocado por la llegada de la bicicleta que posibilitaba desplazamientos al pueblo a por el hato semanal, incluida la reposición de existencias en la panadería local.
Más alimenta el pan casero que el que vende el panadero. Fieles a ese principio, y porque no quedaba otra, en los años anteriores a la bicicleta se cocía pan en el horno del guarda para abastecer a todos los moradores del cortijo. Esas mañanas, todas las mujeres se movían felices por aquella tahona improvisada, se afanaban entre risas, embadurnadas de harina, trabajando en equipo y gozando de una fiesta colectiva: Las penas con pan son menos. Nosotros, como familia numerosa nos llevábamos una parte importante de aquella hornada que nos duraba, convenientemente conservada y administrada, varios días.
Aparte de las hogazas de pan sobao, cocían para los niños unos panecillos con forma de paloma. Esos sí los comíamos tiernos y caliente, a pesar de que dicen pan caliente mata a la gente, porque también dicen pan caliente cuélase fácilmente.
El proceso del pan necesitaba de una masa madre que teníamos que conseguir tras las cocciones que se hacían en los cortijos cercanos, todos bordeando la Laguna Blanca, a una distancia a pie de un par de kilómetros. Cuando en uno de ellos había tal masa, colgaban un paño blanco de una ventana para avisar a los vecinos que acudían prestos a recoger ese ingrediente necesario para que los panes creciesen en el horno y de paso generar nueva masa madre que compartirían con los siguientes en cocer.
Le importancia económica del pan no ha disminuido con los años. Al contrario, aún hoy puede ilustrar comportamientos de acumulación de riqueza innatos o adquiridos desde niños.
Muchas décadas después de todo lo que acabo de contar, con mi hijo de cuatro años fuimos a pasar un domingo a Remich, un pueblo al borde del río Mosela que marca la frontera entre Luxemburgo y Alemania. Pedimos para él un bocadillo de la salchicha típica luxemburguesa, una pieza blanca y alargada que se sirve entre una barrita de pan crujiente. El niño echó unos pellizcos del pan a unos esbeltos cisnes que nadaban por el lago y estos los que comieron con avidez. Encantado con su buena acción, fue repartiendo un trozo tras otro hasta terminar la barrita que ni siquiera probó.
En vista de lo bien que lo había pasado, volvimos el domingo siguiente. Esta vez comimos en una terraza al lado del río la fritura de pescado típica de allí y, a la hora de marchar pedimos al camarero algunos restos de pan de otras mesas para dar de comer a los patos. Salió de la cocina con una enorme bolsa llena de mendrugos y cargados con ella fuimos al río. Esta vez el chaval se quedó en la orilla con la bolsa abrazada sin soltar un solo pedazo. Cuando le preguntamos porqué esta vez no daba nada de comer, contestó. “Es que si empiezo a dar se me acaba”.
Lo dice el refrán: Cuando pobre, largo; cuando rico, escaso.
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