Andaba por un sendero de tierra apenas con ropa. Estaba oscuro y sus pasos se aceleraban al compás de estruendos lejanos. Pensar que un momento atrás estaba en el centro de los acontecimientos. Mientras camina ve pasar ráfagas de imágenes por su mente. Se encontraban en una loma. Los demás comenzaban a descender lentamente, mientras que él, por ser el más joven, se había rezagado un poco. Recién había anochecido. Los colores del atardecer habían dado paso a un manto plagado de estrellas. De pronto hubo un momento de quietud. En un instante todo se detuvo. Ni la brisa soplaba. En el cielo se encendieron unas luminarias que flotaban. Unas centellas que bajaban lentamente e iluminaban el terreno. En un segundo todo se agitó. Miles de zumbidos traspasaban el aire. El todavía en la cumbre se agachó. Más abajo los demás corrían para ponerse a resguardo. Seguidamente comenzaron las detonaciones. La tierra brincaba y se esparcía por los aires. El retrocedió, asustado, volviendo sobre sus pasos. Ya al otro lado de la loma se mantuvo acurrucado no sabe por cuánto tiempo. Todo lo que percibía a su alrededor era caos. Tenía miedo. Hasta que se decidió a salir de ahí. Se quitó de encima cualquier vestimenta que pudiera identificar el bando al que pertenecía. Así estuvo vagando solo, por ese sendero en tinieblas, sin rumbo fijo y desorientado. Su cabeza confundida no comprendía la razón por la que sucedían algunas cosas.
Más adelante llegó a una calzada asfaltada que reconoció inmediatamente. Comenzó a ver personas deambulando, Mujeres y niños caminaban con paso lento y pesado. Había soldados y oficiales que retenían a los hombres. Vio vehículos blindados, vio tanques. Como su aspecto era el de un niño paso desapercibido al escrutinio de las miradas y continuó por esa vía que lo llevaría hasta su aldea. Cuando pudo divisar la población a lo lejos le costó un poco distinguir su silueta. Algo había cambiado. A medida que se acercaba se percataba con horror que algunas construcciones habían desaparecido y otras estaban derruidas. Con desesperación corrió hasta el sitio donde estaba su casa y le volvió el alma al cuerpo. Estaba ahí, de pie, intacta. Por la puerta vio asomarse la tierna cara de su hermana, haciéndole un tímido saludo con la mano y pronunció su nombre. Ella al verlo llamó con emoción a su madre y a su abuela. Todos se fundieron en un abrazo infinito y el llanto fue incontenible. Ya adentro le invadió una profunda sensación indescriptible. Estaba de nuevo en su casa.
Sentados a la mesa se tomaron de las manos y se contaron con estupor todos los acontecimientos, todos los horrores padecidos. Ver las caras llenas de amor de sus seres queridos le proporcionaban una gran paz. Estaban nuevamente reunidos, y lamentaban mucho la ausencia del padre que permanecía en el frente. Ver el movimiento habitual de los preparativos para comer le encantaba. Estaba todo lo de siempre pero ese día lo percibía más bonito. La austeridad de los muebles, las flores en los jarrones, los cuadros, la despensa medio vacía. Su hermana junto con la madre se encontraban colocando los platos, los cubiertos, lo vasos, mientras que la abuela terminaba de preparar algo en el rústico horno casero. De pronto el olor inundo todo el ambiente como un tsunami. Lo golpeó de frente. Se le coló por las fosas nasales hasta incrustarse en el cerebro y explotaron miles de sensaciones. Pan casero recién horneado. Llegó a la mesa caliente, esponjoso y crujiente. Suave y dorado. El primer bocado se lo ofrecieron a él. Lo cortó con la mano y se llevó el trozo humeante a la boca. Su textura acariciaba su paladar bajo miradas llenas de dulzura. En este momento todo lo que percibía a su alrededor era tranquilidad. Este sí que era el verdadero aroma del hogar, de la familia. El bienestar que estaba sintiendo era del alma. Comprendió que eso era lo que él quería. Nada valían ideologías ni doctrinas. Todas las vicisitudes vividas, sufridas y experimentadas se disipaban en ese momento mágico. En su camino hacia la madurez comprendió que no había nada que valiera más la pena que estar reunidos en familia, sentados a la mesa, disfrutando de una hogaza de pan casero recién horneado. Ese es un efímero instante de felicidad que va atesorar para siempre en su corazón.
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