A pesar de lo mal que me comporté, ¿vendrás a perdonarme algún día?

Hoy he salido a comprar unas baguetes a esa calle de flores donde nos conocimos –el Río Sena ha amanecido con el reflejo de un cielo verde–. Antes de entrar en la panadería, una madre con su niño me reconoció de una época en la que yo era un príncipe sonrosado y bueno. Me miró atónita. Claro, ¡no se lo podía creer! «¿Realmente eres tú?». Ella fue la primera mujer que se enamoró de mí, pero también fue la primera persona que descubrió el aspecto de mi sombra y se alejó.

Habrás escuchado ya el rumor que ahora está en boca de todos. Te confirmo que el rumor es cierto: una araña se ha instalado en un rincón de mi casa. Cada vez que entro, me observa con sus cuatro ojos y luego continúa tejiendo su telaraña. Dentro de poco cubrirá toda la pared y puede que esa lámpara antigua que me trajiste de la República Checa desaparezca.

–¿Con qué soñáis, habitualmente, los hombrres? –me preguntó la araña en una ocasión, estando yo en la cama.

–No sé lo que sueñan los demás hombres. Pero en mis sueños, siempre estoy ansioso por comerme una baguete crujiente –luego de un rato, me volví hacia ella y la miré a los ojos–. Ahora tú. ¿Con qué soñáis las arañas?

–En mis sueños tejo puentes a lo largo y ancho del Río Sena, hasta que ya no se ve el agua.

–¿Por qué?

–También las arrañas tenemos nuestrros anheloss. Tú quierres comer pan, yo quierro constrruir puentes; si Frreud estuvierra vivo, podrría decir que nuestrros sueños hablan de lo mismo.

Todas las noches, antes de sucumbir al sueño, la araña y yo nos fundimos en un abrazo de muslos y caricias.

La mamá que se encontró conmigo esta mañana me invitó a su casa a almorzar; quería saber de mí, que le hablase de mis últimas experiencias. Cuando me presenté allí a la hora indicada, su marido me estrechó la mano con la devoción de un fan y se encargó personalmente de mis cosas. Él sabía quién era yo porque su mujer le había hablado de mí. Me sentí un poco extraño. Al principio no tenía pensado ir, pero la araña me convenció de que debía hacerlo y tejió un pañuelo para que se lo llevase a mi anfitriona como detalle. «Sé gentil».

En la cocina, a través de la ventana, la contemplé –rodeada de geranios– preparando la mesa que tenían en el balconcito, mientras yo le daba vueltas con los dedos a la cajita de regalo que contenía el pañuelo de la araña. A lo mejor habría sido más conveniente llevar una botella de vino, pero no me alcanzaba el dinero del mes (cuando te fuiste, caí en la ruina).

–¿Sigue dedicándose al mundillo de la farándula? –me interrogó de repente el marido, que en ese momento estaba preparando unos apetecibles canapés.

–No –contesté–. Tuve algunos problemas.

–Oh. ¿De qué tipo?

–Personales. Es complicado.

–Sí –dijo, riéndose acto seguido–. Ya veo. Bueno.

«¿Será imbécil?» pensé «¿Para qué me habré molestado?», comprendí que no estaba siendo amable conmigo, sino más bien condescendiente, por algún motivo que para qué vamos a indagar.

–Pero ¡que bien que haya venido! –continuó él, y miró justo después hacia la misma ventana por la que yo había estado observando a su mujer–. Salga fuera si quiere. Tendréis mucho de lo que hablar. Os acompañaré en cuanto termine.

–…

Para ser honestos, en realidad yo no tenía nada de lo que hablar. Y tampoco me apetecían aquellos canapés de lujo (tenían buena pinta, pero el pan era de paquete). No entendía cuál era mi papel en aquel teatro. Si ella quería ponerse al día conmigo, podríamos haber quedado en una cafetería a solas. Tenía la impresión de que aquello era una farsa.

–Tome –le dije, ofreciéndole la cajita.

–¿Y esto?

–Para su mujer. Es un pañuelo.

–Un pañuelo…

Me miró como sospechando que el pañuelo tenía que significar algo. Tal vez, ¿un mensaje secreto de antiguos amantes? ¡Y qué más!

–Me tengo que ir.

–¡Cómo! ¿No se iba a quedar?

–Me he acordado de un asunto.

–¿Así, de pronto?

–Es urgente. ¿Me despide usted de ella?

–No sería de recibo.

–Ya. Lo siento.

Cuando salí de aquella casa, una sonrisa inusitada me apareció en los labios. Crucé por el parque que tú ya sabes, dando saltitos de bailarín que mi propios propios pies inventaban sobre la marcha. ¡Estaba feliz!, pero no sabía el motivo, ¿qué había pasado?: acepté la invitación de ir a comer, di el regalo que me había confeccionado la araña, y me fui antes de lo previsto. Si no hubiera aceptado la invitación, ¿habría cambiado en algo mi vida? ¿Y esta emoción que me empuja a bailar como un tonto?

Una vez, me dijiste que querías hacer pan chino porque se te había antojado. Teníamos los ingredientes y la receta de un libro. Pero al final, nos distrajimos y te monté sobre la encimera (¿te acuerdas? El estropicio, la risa…, nuestros cuerpos harinados); ese día fuimos a un restaurante en un crucero por el río, y dibujaste con tu estilo manga mi perfil ausente –¡cómo resplandecía el solecito en el agua! Su hechizo me había puesto en un estado de trance–. Todavía conservo algunos de esos dibujos, pero te confieso que no sé que hacer con ellos. Es posible que también desaparezcan.

Al llegar a casa, la araña me observó con sus cuatro ojos y luego siguió con lo suyo. Fui a la cocina, saqué una de las baguete que había comprado por la mañana y la rebané. El crujir de la corteza dejaba al descubierto una carne esponjosa y firme (me da igual lo que digan, la industria que nos intentan vender a través de los medios nunca podrá vencer a los artesanos de toda la vida. Hoy estoy contento).

–¿Qué estás prreparrando? –vino la araña a saber.

–Unos canapés con crema de queso y tomates –de lo poco que había en la nevera–. Toma, prueba uno.

Le dio un bocado.

–¡Qué rico…!

–Mejor que comer moscas, ¿a que sí?

–¡Serrás bobo! Yo no hago esas cosas.

La araña sacó unas cuantas velas que había en el mueble del recibidor. Ya encendidas, las dispuso en ángulos estratégicos. Luego corrió las cortinas, se quitó las gafas redondas, y de vuelta a la cocina desde el salón me penetró con sus dos verdaderos ojos brillantes.

–Yo prrefierro comerte a ti –dijo tras robarme un canapé de la mano, que se zampó entero.

Ahora mismo, en alguna parte del planeta, el horno de una panadería acaba de prender. Un nuevo día está por empezar para muchas personas, y alguna de ellas se encontrarán a lo largo de la mañana o de la tarde a causa del destino –otras se despedirán para siempre–; mientras sigamos en la danza del mundo, nuestras vidas y los espacios están sujetos al cambio. Así que tal vez nunca volvamos a vernos, pero no voy a pensarlo más. Quiero cruzar los puentes de la araña. Estoy compartiendo el pan con ella y, por primera vez en bastante tiempo, vuelvo a sentir que el mundo baila conmigo.

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