Todos los días José se situaba debajo de una de las mesas de aquel restaurante que quedaba cerca de su casa, a escondidas para que nadie lo viera, solo él sabía cuál era su propósito de estar allí en ese sitio.

Esperaba por largo periodo de tiempo hasta que alguien se sentará a la mesa a desayunar, el, con bolsa en mano, se relajaba en aquel sitio.

Las migajas de pan empezaban a caer y José diligentemente las recogía, así en un día muy productivo podía llenar la bolsa y esperar que nadie lo viera para salir de aquel incómodo lugar y enfilar rumbo a su casa.

En el trayecto pensaba y soñaba con algún día ser dueño de un restaurante para no hacer aquel trabajo de recoger migas de pan, pues lo hacía para poder alimentar a sus hermanos menores que estaban a su cuidado.

«En la abundancia las migajas no tienen importancia, en la carencia, es la propia supervivencia»

Y eso era lo que le tocaba vivir a José, que con apenas 9 años había asumido un rol que no le pertenecía, pero que, dadas las circunstancias, lo tenía que hacer sí o sí.

Sus padres habían partido a trabajar a un pueblo cercano y ya hacía bastante tiempo que no volvían, José no encontró otra manera de poder alimentar a sus hermanos y al el mismo que con las migajas que recogía diariamente.

Eso le permitía hacer dos comidas al día, a media mañana repartía parte de las migajas a sus hermanos y las combinaba con un agua de una planta que había en patio posterior de la cabaña donde vivían, sin azúcar y solo con el afán de poder digerir las migajas,

Entre bostezos y miradas frágiles con sus hermanos, se quedaba dormido un cierto tiempo, hasta que uno de los chiquillos lo despertaba y le decía «José, tengo hambre».

Esto lo ponía en acción y y empezaba la travesía de preparar al fuego el resto de migajas mezcladas con un poco de sal que había conseguido en un recipiente que tenía su madre en algún sitio olvidado.

Migajas al fuego, agua y sal era el menú que preparaba para el almuerzo, en apenas diez minutos ya estaba lista la comida, y la servía a sus hermanos con un vaso de agua de pozo que extraía con un balde y una soga.

Esa rutina era de todos los días, que hacía el recorrido hasta el restaurante cercano a recoger las migajas que los comensales dejaban caer al saborear su sándwich o sus emparedados.

Hoy José está aquí delante de Uds. contándoles su historia, y no para que tengan compasión, sino para que sepan que cuando hay hambre no existe pan malo o exquisiteces.

Y también para decirles que José nunca se rindió ni se quejó de su situación

y acumuló toda esa experiencia de vida y cuando fue mayor y pudo decidir por sí mismo, abrió un negocio de dulces a base de migajas de pan, dónde exclusivamente se le quita la corteza al pan duro y luego de una receta secreta que la conoce al dedillo José, es transformado en un postre, que es muy bien recibido por los comensales, algunos de los cuales quizás algún día dejaron caer esas migajas que José recogía para alimentar a sus hermanos y alimentarse tambien el.

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