El paisaje a mi espalda tiene las puntas quebradizas como hojas de guarumo y en su interior una lumbre blanca hace brillar un cauce negro.
Es la página de un almanaque que se varó en marzo, a orillas de un ceibo de brazos hercúleos con su manojo de verdes.
Un tornillo le atravesó el fuste a la altura de la copa y agujereó la pared. De esa misma tuerca cuelga mi jaula.
Al frente, asoma la gaveta de asfalto. Una caja rectangular que se distiende a lo largo y hacia arriba. Un vestigio de ciudad que me asalta por la ventana y me satura los oídos. Un tropel de edificios donde el cielo no cabe; tropieza en los vértices y solo muestra un gajo cenizo.
Al norte, colindo con una puerta cerrada. Al sur, con el dormitorio, la cama y la mecedora que le arrulla los huesos a él.
Con la cabeza entre las alas, a ciegas, he dicho los puntos cardinales sin extraviarme. El espacio alrededor es inmutable.
Salgo de entre las plumas en el preámbulo del desayuno. Él sigue balanceándose con la cobija en el regazo y le doy la primera dosis de música. Desde cualquier esquina de mi universo diminuto sale una canción para él.
Si me atraso, alguna balada amarga lo punza y le aflora un manantial que encharca el apoya brazos. Tanto caudal lo recorre que se le han estirado los lagrimales. Su lloro es el lamento de una fiera rendida. Un jaguar con ojos de río.
Hoy me ve; asoma la miopía entre las barras y por su boca fruncida ha salido una ráfaga de besos, un recital de gratitud. Siento sus labios amorosos desde la soledad perpetua de mi cárcel perpetua y le respondo triste con un concierto triste.
A las nueve, el agua del café hierve y se dirige a prepararlo. De aquí a la cocina, la perspectiva lo encoge, o es que su esqueleto se redujo y no me había dado cuenta.
En lo que acude a la cocina con sus pasos torpes, me giro hacia el oeste donde el calendario herido, el árbol musculoso, el río de charol y la luna mojada.
Con la mente en esa latitud invento que vuelo, con el oído avizor y la vista afilada, a la luz de la llena.
Los trinos ajenos se me enredan con un roce de pantuflas en las baldosas. Con el clamor de una cucharilla tembleque haciendo remolinos de café. Con el chillido de la poltrona sin aceite.
Abandono el estanque y las estrellas. Desimagino la acuarela de marzo con las esquinas rotas. Y me vuelvo.
Él se ha puesto un pantalón dominguero y espera, con la taza sobre el alfeizar, a que afine la voz para otro son. Su mirada de felino viejo está en la calle nueva. Por la ventana un sol frágil juega a deshacerle las sombras de la cara. Y le gusta.
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