Era un invierno tan frío y gélido que hasta los rayos del sol parecían apagarse antes de tocar el suelo. Era un crepúsculo pintado en un lienzo anaranjado de diciembre. Eran dos cuerpos abrazados en una marquesina de autobús mirando el cielo y buscando una estrella, en un día a ratos nublado. Era una conversación entre susurros. Entonces, él preguntó:

—Dime qué te preocupa otra vez. Dime qué no te deja dormir. No calles, dímelo.

Ella respondió lo que llevaba meses ocultándole desde que en otoño le dieron el alta.

—Una tarde, un ladrón de los sentidos se llevó el sabor de los días. Desde entonces no ha parado de visitarme. Perdí el sabor. El de los días a algodón y rosa. Los días de vino y vinagre. —y tras enmudecer un instante al estrellar la vista contra el suelo, añadió en un suspiro— incluso los de la fruta y las espinas de pescado. Ya no recuerdo a qué saben los suspiros entre los labios. Ni el aire que se colaba en mis pulmones, de tus labios a los míos, destilado, desde mi boca a lo más hondo que hay en mí. Sé que cada noche el ladrón entra a hurtadillas y me roba mientras duermo. Un día robó los recuerdos de aromas del cielo y de la tierra mojada. Otro, el sabor a tu piel salada. Ahora se está llevando sin permiso los recuerdos del cielo y del fuego. Las partidas y el reencuentro de los días. A veces tengo la sensación de que robará el fin de mis días. Entonces, cuando pienso en ello, enloquezco. ¡¡Me robará el fin de mis días!! ¡¡ Nunca dejaré de estar en un presente insípido!! ¿A quién le gustaría estar presente sin el sabor de la vida?

—Esto no es el fin, ¿sabes? —dijo él. Entonces, bajó su mascarilla, deslizó la de ella cuello abajo entre sus dedos y sellando sus labios, le quitó sus miedos.

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