Un beso senza fine

Un beso senza fine

                                                             Un beso senza fine

“No hay ayer, ni hay un mañana” nos cantaba Gino Paoli mientras sellaba sus labios con mis besos para que no gritara.

Le había propuesto que nos metiéramos en el auto a escuchar las canciones que me había grabado mi hermana. La excusa era que mi casa había quedado vacía después del divorcio y no contaba con reproductor de CDs. Pero la verdad, es que la ausencia de muebles y las paredes grises no proporcionaban un ambiente acogedor y mi timidez no me permitía acercarme a ella. Nervioso, tomando un libro y cruzando los brazos, le dije un discurso innecesariamente extenso para convencerla de que ir al auto era la mejor opción. Ella no tardó ni un segundo en asentir, y con esa determinación que la caracterizaba, caminó directo hacia la puerta.

Ya dentro del auto la proximidad era inevitable. La noche debía ser lluviosa, porque eso hacía nuestra escena más romántica. Como romántico yo, que conociéndola menos del diez por ciento la citaba en lugares inesperados, le leía fragmentos de las novelas más tristes que conocía y la contemplaba mientras dormía. No sabía nada de su vida. Solo la había visto una vez en la cafetería escribiendo en su diario y otra vez en la lavandería donde le regalé un libro con mi teléfono escrito en la contratapa.

Fue, dentro del coche y empapados por la lluvia, que compartíamos un espacio por tercera vez. Puse el CD prometido. “Senza fine” comenzó a sonar, nos miramos por unos segundos, prolongando lo inevitable. Agradecí que ella tomara la iniciativa de gritar para poder callarla con un beso y jugar a lo mismo de reverso. Un beso que hacía olvidarnos de la muerte. Un beso “senza fine”, sin final.

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