Cincuenta días de felicidad

Cincuenta días de felicidad

Jimmy

28/02/2021

El señor de mirada interesante y pelo entrecano, recostado en la almohada, habla con la joven rubia de mirada inteligente sentada sobre su cama. Ella, pensativa, no responde desde hace rato.

—Señorita Bergman, aquel beso… —duda Mario, tras su mirada interesante— fue una exigencia del guion.

Mario, que respira con dificultad tras salir de la UCI, no calla. Las enfermeras le llaman Humphrey. Se derriten con sus piropos. La joven de mirada inteligente no se apellida Bergman, es la doctora que le revisa cada mañana.

—Lo nuestro… es imposible —sentencia Humphrey, mientras Bergman anota cifras en su carpeta.

Por la puerta del fondo, irrumpe una mujer. Ve a la doctora enfrascada en su trabajo. Para a una distancia prudencial de la cama y alza la mano tímida para saludar, sonriendo, a Mario, su marido.

—¡Ah, señorita Bacall!… llegó mi amor, mi cómplice y todo —canta Mario la entrada de Susita, su mujer.

La doctora cierra su carpeta, guarda una mano en el bolsillo de su bata blanca y se dirige a la mujer. Ojos fríos —Bergman—, brillo en la mirada —Bacall—.

—Está mejor. Si no hay complicaciones, en unos días le doy el alta.

Susita sonríe con arrobo a su marido.

—Lo de la cabeza, doctora ¿pasará? —susurra.

—Es algo normal, señora, síndrome de hospital. Le retiraré los tranquilizantes y recuperará su estado habitual en unos días.

—¿Días? ¿Cuántos, doctora? —indaga inquieta.

—Dos o tres, a lo sumo una semana —responde molesta—. Ahora, si me permite, tengo otros pacientes.

De repente, Susita avanza dos pasos, corta el camino de salida. Implora con su mirada. La doctora se sorprende. Casi inaudible, Susita le cuenta, «…antes nunca era tierno…», imita gestos, dedos acariciándole la cara, «…ahora besa con dulzura…», suspira cual quinceañera mirando al cielo.

—¿No podría…? ¿solo unos días más, doctora?

—¡Señora, por favor! —corta indignada—, ¡mi juramento hipocrático! Ni se le ocurra pedirme algo así —grita, ya desde el pasillo.

La mañana vuela. Susita, cerca de Mario, de su nuevo Mario, se deja querer. El trajín del hospital queda más allá de la puerta abierta. La doctora cruza a veces el pasillo. Mira siempre al interior, de reojo. Algún amago, en el quicio, sin entrar, mirada baja.

Cambio de turno de enfermería: «¡Te vamos a echar de menos cuando te vayas, Humphrey!» Bergman vigila desde la puerta, sin entrar. «¡Quién nos va a decir esas cosas tan bonitas!». Bergman, parada, en la puerta: («Hipócrates, ya cuidamos a los enfermos. ¡Y para cuándo los sanos!»).

Termina la tarde. Llega la cena para Humphrey. Bacall le ayuda con la sopa. Sopa en la cuchara, vértigo en la mirada. Las horas se escapan. Casi en la última cucharada, Susita escucha un siseo. Apenas se distingue a la doctora, de calle, en la penumbra del pasillo mal iluminado.

—Una por la mañana y otra por la noche, antes de cada ingesta.

Bergman tiende una cajita blanca hacia Susita. En la tapa, Susita lee «100 grageas»… Son cincuenta días.

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