TU ÚLTIMO BESO

TU ÚLTIMO BESO

Ignoré, aquel día, que ese beso sería el último.

    No eras tú muy de besos. Ni de caricias, ni de elogios «¡Quita, quita, pamplinosa!» Tu manera de expresar amor era hacer de comer, tener la casa limpia y disponer de lo necesario para cuando hiciera falta. «Nada de extravagancias, ni de pamplinas, ni músicas finas. Hay que estar a lo que hay que estar. No vaya a ser que te hagas una engreída». Siempre disponible hasta que no pudiste más. Hasta que se te acumularon las ausencias, una a una, y poco a poco. «Si se puede vivir sin una madre, se puede vivir sin cualquiera», le dijiste a la vecina que nos contó que su hermano no la hablaba por cosas de la herencia. Se sigue viviendo, sí, pero en cada despedida se va perdiendo fuerza. Demasiados entierros. Ni un desahogo, sólo tristeza, y flojera. Te perdiste en el pasillo de tu casa cada noche, cuando las pastillas dejaron de hacerte efecto. «¡Ay madre! ¡ay madre mía! ¡ay por dios!» Abrías una y otra vez las mismas puertas. «Ah, pero, ¿ahí estás?» Se te olvidaba que yo dormía en la habitación de al lado. En realidad, ninguna de las dos dormíamos. «¡Ay madre mía! ¡ay por dios! ¡ay madre!» ¿Pero qué te duele? «Todo, me duele todo. Déjame de pamplinas.» Que pregunta, ya sabía yo que te dolía el alma.

    Fue tanta, que la tristeza se te dio la vuelta, se te volvió del revés, como tu falda si no te ayudaban a vestirte. Empezaste a relatar de tus cosas sin parar, a sonreír, a pedir besos y a bailar cuando oías música. Dejaste de buscar en las habitaciones y no volviste a abrir la puerta de la calle. Te olvidabas de que yo estaba allí, de que vine a verte, y me descubriste varias veces en la misma tarde. «Eres lo que más quiero en este mundo». Todo el tiempo de tu vida se comprimió en el presente y todos los lugares eran tu casa. Todos los muertos vivían para ti. «Hoy no he visto a la abuela, ¿Cómo estará, la has visto tú? Ah, ¿Qué no? Tienes que ir a verla». Sí, sí, iré, no te preocupes. Cualquier rostro querido era el de todas las personas que amabas. Un día yo era tu hermana o tu madre o yo misma. Como un ilusionista, que convierte pañuelos en palomas, me transformaste a tu antojo.

    ¿Quién ha venido hoy a verte? «¡Lo justo! ¿Quién va a ser? ¡mi hija!» Pero podrías haber respondido otra cosa. Bueno, madre, dame un beso, que me voy. «¿Adonde?» A Madrid, tengo que trabajar, ya sabes. «¡Pero a Madrid! ¡entrar y salir! ¡que se te habrá perdido a ti en Madrid!»

    Y ese fue el día que te di el último beso.

    Volví a verte después. Yo llevaba puesto un E.P.I. Me prohibieron acercarme a tu cama a menos de metro y medio. No abriste los ojos. 

    Estabas muriendo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS