Así que pasen cien años

Así que pasen cien años

Eran solo dos niños. No sabían nada del amor, pero cuando estaban juntos sentían algo que no podían explicar.

Aquél sábado por la tarde bajaron en bicicleta hasta el río. El día era soleado y se sentaron en el puente a comerse la merienda, viendo pasar los pocos coches que circulaban por aquella carretera. Mientras hablaban, Lucas se acercó a Julia para quitarle una miga de la cara y ella, sin pensarlo, cerró los ojos como hacían en una película americana que proyectaron en el frontón durante las fiestas. Él se dejó llevar también por el cine y el instinto y acercó sus labios a los de ella. El contacto duró apenas dos segundos, pero ambos sintieron una descarga recorriendo sus cuerpos. No dijeron nada, simplemente cogieron las bicis y volvieron a casa. No pensaban que hubieran hecho nada malo, pero algo en su interior les decía que era mejor no hablar de ello con nadie.

Por desgracia, en aquel pueblo ―como en casi todos― no pasaba nada sin que antes o después todo el mundo lo supiera, y aquel beso breve, sincero y espontáneo enseguida se convirtió en noticia. El domingo, al salir de misa, sus padres ya sabían que Julia y Lucas estaban en boca de todos. La fortuna ―la mala, en este caso― quiso que las dos familias llevaran generaciones enfrentadas, por asuntos que nadie recordaba pero en los que no se podía transigir.

Como era costumbre en estas situaciones, las decisiones se tomaron sin contar con los que las sufrirían. Las dos familias se pusieron por una vez de acuerdo: Julia se iría a vivir a Madrid con unos tíos ―un matrimonio muy bien situado económicamente, pero sin la bendición de una progenie―.

Desde aquel momento, las vidas de nuestros protagonistas siguieron adelante por caminos que se bifurcarían más y más con el paso del tiempo: para ella colegio de monjas, clases de piano y una buena boda, bendecida con una hija que heredó su nombre y su buen carácter ―de su padre, por suerte, solo heredaría el desahogo económico―; él, por su parte, siguió viviendo en el pueblo hasta que tuvo edad para emigrar a Madrid, a trabajar en la cadena de montaje de una famosa marca de automóviles. Se casó con una sindicalista que lo quiso por encima de la dialéctica y con la que tuvo tres hijos.

Esta historia podría acabar aquí, pero los caminos que se bifurcan a veces vuelven a converger. Julia pasaba sus últimos años en una residencia en las afueras de Madrid, contando los días entre las visitas de su hija. En una de ellas, mientras descansaban después del paseo, sentadas en el jardín, escucharon a un niño prometerle a su abuelo: «Cuando tenga vacaciones vendré a buscarte para ir a Villarruelos». El nombre del pueblo le hizo a Julia volver la vista hacia aquel hombre. Sus miradas se encontraron de repente… y ambos revivieron en su memoria un momento que, en realidad, nunca habían olvidado.

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