El sonido de la fiesta apenas me dejaba escuchar mis pensamientos. La música atronadora creaba un denso ambiente en el que la gente, flotando, bailaba a mi alrededor. El traje tampoco ayudaba. Me lo había hecho a medida hace unos meses, pero la nueva receta de Pesto Rosso de madre había hecho estragos en mi dieta. Aún podía saborear la textura, casi crujiente por los piñones, y el contraste con la calidez y el mullido de los tortellini. Ya estaba salivando otra vez. Debía ponerme a dieta mañana mismo.

Como una serpiente deslizándose, mi brazo sorteó a un par de invitados hasta cazar una solemne y burbujeante copa de champán. Necesitaba un trago para poner la guinda al arrojo que necesitaba en ese momento. Comencé un extraño baile con el camarero. Él se marchaba sin percatarse de mi presencia y yo intenté no derramar ni una gota de mi valentía líquida. Lo logré. Y lo que había sido una minúscula odisea conseguir, desapareció bajando por mi gaznate en apenas unos segundos. Solo entonces dejé la copa en una mesa cercana y comencé a otear buscando a mi objetivo. Un punto blanco sobresalía en un mar de trajes negros. Siempre tenía que llamar la atención, su soberbia era reconocida y, para su desgracia, no era su único pecado capital. Su risa grotesca me resultó más que incómoda y fue la señal que me terminó de abrir los ojos y me hizo ver a una clase de hermano que nunca había querido ver: un traidor hipócrita y egoísta. Desde siempre había visto pequeños detalles, pero hasta entonces había querido hacerlos invisibles. A un hermano se le perdona todo, pero incluso Jesucristo tiene solo dos mejillas.

Mis zancadas kilométricas y firmes recorrieron un imaginario pasillo entre bailes que se formó a mi alrededor, una última milla en la que el tiempo discurría de otra manera. A cámara lenta, me acerque a mi hermano y, para su sorpresa, le abracé tan fuerte como si fuera la última vez que lo hacía. De hecho, sabía que así era. Le di un beso en sus ya mortecinos labios, y tras ello le susurré, “sé lo que has hecho, Fredo”, sellando así una sentencia de muerte convirtiéndome en juez, jurado y verdugo.

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