No se si os habrá pasado alguna vez tener que besar a un muerto. Fue mi primera vez como también la hubo para ese primer beso de amor que muchos son capaces de singularizar como el único e inolvidable.

Para mi besar es algo normal y natural, pero mis besos los había dado siempre a personas vivas. Fueron las circunstancias las que me obligaron a aquel beso porque de otro modo a mí no se me hubiera ocurrido jamás. Lo he visto en las películas cuando el deseo de lo ausente es un deseo que hace sufrir de manera insoportable porque es imposible de calmar y el actor se abraza al actor que interpreta al difunto o a la difunta, lo baña en lágrimas y lo besa y confundiendo de un modo insano una cosa con otra se niega a que su amor sea enterrado, pero siempre he creído que eso era una consecuencia de las propias limitaciones narrativas del lenguaje cinematográfico para describir los sentimientos en la realidad.

Ese ritual no estaba en mi tradición cultural, aunque probablemente sí en la de la persona que, en aquella ocasión, me obligó a hacerlo. En aquel cuartucho de hospital, el cadáver ya amortajado y frío me dio una orden: ¡dale un beso! y no pude ni supe negarme. Parecía tener interés en que fuera yo quien me despidiera del muerto. Me despidiera para siempre. Reaccioné a esa orden suya obedeciendo porque toda mi voluntad se hallaba quebrantada y vencida por el dolor.

¿Por qué tendría yo que despedirme de un muerto con un beso? Aquella gallega debía guardar viejas historia de meigas y aparecidos, de muertos que no acaban de morir jamás y que de vez en cuando vuelven al mundo de los vivos para mortificarlos por alguna causa pendiente.

Viejas historias nunca esclarecidas, injusticias no vengadas, deudas no pagadas. Hay que despedir a los muertos, explicaba, mostrándoles que no les guardamos ningún rencor por todas las veces que se equivocaron con nosotros porque de otro modo nunca podrán descansar en paz. Nunca se marcharán del todo y regresarán una y otra vez hasta estar completamente seguros de que les hemos perdonado como si lo que atáramos en esta tierra quedara atado en el otro mundo.

Nosotros, en este país, besamos para amar, besamos para saludarnos y besamos para despedirnos. Besamos dos veces al saludarnos y al despedirnos, pero hay culturas en las que se dan tres besos mientras que, en otras te niegan el beso, te extienden la mano y pueden sentirse incómodos si intentas una mayor aproximación.

Y ahora cuando no puedo recordar el primer beso a un vivo, no puedo olvidar éste a un muerto.

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